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lunes, 28 de abril de 2014

Colores

De repente el hilo de los pensamientos se acabó, ya no supo de dónde tirar, la mente se calló en un profundo blanco. ¿Dónde estaba aquel barullo de palabras que siempre sobresalía, tejiendo madejas interminables de ideas?

Se había quedado como un imbécil cuando su amigo Marco se metió con él. Estaba demasiado cansado, hasta para hablar; pero últimamente le pasaba con todo el mundo. No había nada inteligente que decir.

Su madre empezó a preocuparse cuando percibieron que ese no era el único problema. Pedro iba haciéndose más y más transparente con el paso del tiempo. Ya casi ni recordaban de qué color era la chaqueta que llevaba. ¿Verde, beis?
Un día, un perro lo atravesó mientras andaba por la calle y ella dijo que era el momento de ir a ver al médico.

- ¿Qué tiene doctor?
- Falta de imaginación. Es grave. Tiene el cerebro bastante vacío.
- ¿Y qué se puede hacer?
- Me temo que nada. Todo depende de él. Tendrá que ir a buscarla.

A Pedro le aterrorizaba la idea de salir de su entorno, pero cogió su mochila y dejando atrás las
lágrimas de su madre se fue con su apariencia espectral desvaneciéndose en el horizonte. Tenía curiosidad por conocer la capital y decidió coger un tren hacia allí.

Cuando bajó de él se quedó absolutamente impresionado, todos aquellos que le rodeaban, corriendo de allá para acá, sin parar ni un segundo ni hablar con nadie, eran casi más transparentes que él. Era una epidemia. Algunos desaparecían de repente dejando su móvil en el suelo.

Desolado, se dejó caer en un banco de un parque contemplando aquella escena y entonces se le ocurrió una idea: ¿Y si se pintaba de arriba a abajo?

Buscó una tienda de pinturas de pared, escogió el naranja y se embadurnó por completo ante la mirada atónita del dueño del establecimiento.

Pedro no lo sabía, pero en ese momento, había ganado un 25% de opacidad.

Orgulloso de haberlo hecho, volvió a la calle a buscar trabajo. Probó en una agencia de publicidad en la que necesitaban a un creativo.

- Este es mi CV, el naranja -dijo señalando su cuerpo de arriba a abajo.
- ¿Por qué? -le preguntó el de recursos humanos.
- Porque soy energía, calidez, vitalidad y frescura.

No sentía tener ninguna de esas cualidades, pero como había afirmado contar con ellas, no le quedó más remedio que aparentarlas y creérselas. Ahí ganó otro 25% más de opacidad.

Entró a trabajar al día siguiente, hecho un manojo de nervios.
Estaba colocando sus cosas cuando una chica se le ofreció a enseñarle la oficina.
Al girarse para saludarla, se quedó mudo.

- ¿Te pasa algo? -le preguntó ella.
- Eres azul.
- Y tú naranja. Ya nos conocemos -le dijo con una sonrisa.
La chica estaba pintada de la misma forma que él.

Con el paso del tiempo y ante los diferentes trabajos, Pedro notaba cómo su imaginación crecía. "Quizá sólo era cuestión de práctica", pensó, "o de falta de motivación", añadió cuando Isabel pasó cerca de él.

Llevaba muchos días observándola, caminando entre las mesas, con la cabeza gacha y una mirada perdida muy lejos de allí. En su tristeza, él se reconocía en ella, pero aquella mujer no estaba hecha para eso. No podía soportar verla así.

Un día, en un descanso, se atrevió a hablarle:

- Te pasa algo, Isabel.
- No, qué me va a pasar.
- Pues que en vez de andar, vuelas bajo, como los pájaros en un día de lluvia.

Ella, sorprendida, le devolvió la mirada, como si la hubiesen visto desnuda.

- El azul es el color de la tristeza, del océano frío del Atlántico. Así me quedé cuando perdí mis sueños y no me apetece llevar otro color.
- Pero también es el azul del cielo en verano, de las promesas y de la alegría de vivir.
- Porque tú lo crees así.
- Porque yo lo veo en ti -le respondió, cogiéndole las manos.

Isabel le contestó sobrecogida.

- Te agradezco que me digas eso, pero supongo que es algo que tengo que arreglar por mí misma.

Y se alejó por el pasillo.

A partir de entonces Pedro no se dio por vencido. Todos los días inventaba historias para hacer reír a Isabel y devolverle su capacidad de soñar. Le hablaba de lugares desconocidos, de personas singulares y sucesos extravagantes. Cuanto más se esforzaba, más vivo se sentía. Su creatividad fluía ágilmente a la misma velocidad que lo hacían los verdaderos colores de Isabel bajo su capa azul, mientras esta escuchaba encantada sus relatos.

Una tarde, ella quiso corresponder su esfuerzo:

- Yo antes tenía una vida normal. Era muy feliz con mis padres. Cada día imaginábamos un sueño nuevo que cumplir. Hasta que nos atacaron los problemas. Primero invadieron la salita, después los dormitorios y así sucesivamente hasta que nos echaron de casa. Tuvimos que volver a empezar en un sitio nuevo, pero cuando miramos dentro de nosotros, nos dimos cuenta de que también se habían comido nuestra capacidad de ilusionarnos. Una de las peores cosas que te pueden ocurrir.

- Lo siento -dijo Pedro.
- No lo hagas. Pensé que nunca la recuperaría... Súbeme la manga del jersey.
Pedro hizo lo que le decía.

- Es amarilla. Tú piel es amarilla.
- Sí, radiante como el sol, gracias a ti vuelvo a ser yo.
- ¿Y yo, habré dejado de ser transparente?

Se quitó la chaqueta raída.

- No, tengo la pintura naranja tan incrustada que no hay manera de saberlo.
- Pedro, siempre fuiste naranja, sólo que estabas apagado.
- ¿Qué me dices? ¿Y ahora qué hacemos?
- Fundirnos en el mejor amanecer de la historia.

jueves, 17 de abril de 2014

Literatura de viajes



El escritor y periodista Javier Reverte dijo que su primer viaje fue desde Madrid a Vigo. Él y su hermano nunca habían visto el mar y cuando llegaron allí fueron a todo correr a probar el agua para saber si era verdad que estaba salada. 

Viajar es un sinónimo de sentir, de experimentar, de vivir, al fin y al cabo. Una necesidad que algunos seres humanos tenemos y de la que nunca podremos librarnos.

 Los que me conocen ya saben que me encanta y por eso no soy capaz de resistirme cuando encuentro algún libro que prometa llevarme más allá de la frontera. 
 
Uno de ellos, hace tiempo, fue “En el país de la nube blanca”, de Sarah Lark, en el que crucé el
océano, en el siglo XIX, con dos mujeres británicas, una profesora y una aristócrata, hacia Nueva Zelanda.

La trama considero que era buena, sobre todo en el sentido histórico, explicando cómo se desarrolló la colonización, pero las descripciones de ese lugar tan espectacular creo que no le hacían justicia y la cultura maorí casi no aparece en la novela, así que me decepcionó un poco.

Ahora, hace unas semanas, me encontré con “El reino del azahar”, de Linda Belago, que guarda una asombrosa similitud con el anterior ya que también trata de una mujer, en este caso, holandesa, que se va a vivir a Surinam (conocida antiguamente como Guayana holandesa –América del sur) en la misma época.

Sin embargo, el argumento en él está mucho más equilibrado en un conjunto armonioso donde naturaleza, cultura e historia se funden desde el principio hasta el final.

La protagonista, Julie, huérfana de padre y madre, a los 18 años pasa de vivir en un internado, a ser casada por su tío con un hombre que sólo conoce de una noche y que tiene una plantación de caña de azúcar mantenida por esclavos al otro lado del mar.

Poco a poco veremos cómo ella irá dejando atrás su inocencia para defender los derechos humanos en un paisaje tropical de una belleza exuberante. Las flores, los animales, el tránsito en barcazas por los numerosos ríos, los indígenas y las creencias de los esclavos negros. Todo está detallado con una exquisitez absoluta que te conduce a una lectura desenfrenada. Para los que quieren desaparecer durante unos cuantos días.

lunes, 7 de abril de 2014

Cartas de las golondrinas






Ahora ya casi no se escriben cartas. Como mucho, te llegan las facturas y las notificaciones del banco. La mayoría de las comunicaciones son a través de WhatsApp, Skype o e-mail, pero antes, aquellas palabras escritas de puño y letra lo eran todo para muchos. Aún más si estaban al otro lado del océano.

Hace unas semanas fui a ver “Cartas de las golondrinas” al teatro del Ágora, en A Coruña, una obra dramática bellísima que combina la danza con textos epistolares de la emigración española a principios del siglo XX y que ganó el Premio Max de Teatro al mejor espectáculo revelación en 2013.

Así, en principio, suena algo complejo, hasta lacrimógeno, pero nada más lejos de la realidad. Todos esos textos interpretados únicamente por dos actrices, Esther Aja y Patricia Cercas, de la compañía Escena Miriñaque, dirigidas por Blanca del Barrio, se convierten en un mosaico de escenas de nuestro pasado, a veces divertidas, otras melancólicas, románticas, reveladoras… Desarrolladas en una escenografía sensacional y mínima: sólo cuatro mesas y unas cuerdas sirven para recrear de forma efectiva un barco, un camarote, un comedor, la aduana… en un gran ejemplo de creatividad.

De esta forma, nos enseñaron el infierno que se vivía en las bodegas de los navíos que cruzaban el Atlántico, partiendo desde Santander, Coruña y Vigo; la mezcla de idiomas que se resolvía con el lenguaje internacional de los gestos; las noticias de los familiares de España que recibían en ciudades como Montevideo o Buenos Aires y que para muchos, leerlas, eran como una mirada a su pasado, puesto que algunos no volvían a su país de origen, o el caos de documentos y formularios que había que presentar al llegar a puerto.

De entre todas las anécdotas recreadas, sobre todo me llamó la atención la existencia de los “conventillos” en Argentina, que yo desconocía. Viviendas de una o dos plantas, con patio interior, cuyos propietarios dejaban a manos de un encargado para que se las alquilase a inmigrantes. Su precio igualaba el de una vivienda en Londres o en París y las habitaban familias de hasta diez personas. No tenían baño o contaban sólo con uno para todo el edificio.

En consecuencia, en 1907, se desató la “huelga de las escobas, en contra de los alquileres abusivos, para “barrer la injusticia”, puesto que los salarios que se cobraban por entonces eran muy bajos. El éxito fue relativo. Algunos consiguieron mejoras, pero otros muchos no.

Una historia en general que ahora se repite, irónicamente, pero con otros flujos migratorios. Los de los jóvenes licenciados españoles repartidos por Europa y con África intentando entrar en España. Porque, tal y como dicen en la obra, “todos hemos sido y seguiremos siendo, pasajeros de un infinito viaje circular”.