Hoy salí pronto de casa. Me desperté a las diez y el sol me animó a pasear.
Fui sola, quería andar un poco, oler la primavera y dejar que me pusiera de buen humor.
Me sentía como una margarita dormida, cubierta por un manto de frío.
El calorcillo me desperezó y desplegué los brazos.
Lo echaba de menos.
Crucé varios parques donde los niños jugaban inquietos.
Había bicis por la carreterera y personas leyendo el periódico al aire libre.
Me vinieron flash-backs de cuando tenía seis años y acompañaba a mis padres los domingos por la mañana a comprar el pan. Siempre pedía el currusco, que sabía a gloria. Después, en el kiosco de Maruja me dejaban elegir un tebeo. Un Don Mickey o un Zipi y Zape. Eran mis preferidos.
En el cruce de Alfonso Molina sopló el viento. La brisa olía a mar, ya no era tan fría como días atrás, ni estaba contaminada por el tráfico.
Estar allí, con la mañana por delante, era lo más parecido a la felicidad. Es tan fácil como vivir el presente.
En mi cabeza no había sitio para más, ni iba a permitir que lo hubiese.
Cuando era pequeña, el mejor momento del día era aquel en el que me balanceaba en un columpio, levantaba la cabeza hacia el cielo y creía que podía volar. Ahora he crecido, ya no quepo en los columpios, pero desde esta esquina del mundo pretendo recrear esa sensación de libertad, donde cualquiera puede tocar el firmamento con la punta de los dedos.
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