Siempre busco huellas en la playa. Las veo prolongarse en el horizonte, hasta perderse entre las dunas. Cada una con su propia historia y todas mezclándose entre sí, como las propias vidas de las personas que les dan forma.
Sumergida en el grupo, sólo veo figuras que caminan, consciente únicamente de mi propia individualidad, centrada en mis cosas, como si todos los que me rodearan fueran siluetas que pasan. Nunca pienso que una de esas sombras podría estar pensando en mí.
Pero yo sí lo hago, cuando dejo mis asuntos a un lado y miro alrededor, me gusta imaginar qué hay detrás de esas huellas. Recreo formas de ser, pensamientos, profesiones, problemas... Todo un abanico de diversidad.
Lo hago con mucho cariño, como si realmente los conociera, uniendo sus gestos y su físico a un boceto en particular. Y entonces percibo cómo todo aquello en lo que meditaba se vuelve minúsculo ante tantos trazados diferentes y complejos.
Me digo que hay muchas cosas que merecen la pena. Hay tanto por descubrir...
Y lo mejor es que no estamos solos para hacerlo.
Cuando era pequeña, el mejor momento del día era aquel en el que me balanceaba en un columpio, levantaba la cabeza hacia el cielo y creía que podía volar. Ahora he crecido, ya no quepo en los columpios, pero desde esta esquina del mundo pretendo recrear esa sensación de libertad, donde cualquiera puede tocar el firmamento con la punta de los dedos.
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