Al menos eso decía el estribillo de la canción de Golpes Bajos y eso me veo obligada a tatarear yo normalmente; con cierto encogimiento de hombros y una fina hilera de dientes de gato de Cheshire, porque no acabo de creérmelo, pero tengo que disimular para que la piececilla no me dé más la brasa.
Por dentro me digo: "Aquí vuelve, otra vez... Maldita musiquita. Podía quedarse tan tranquila en su casa", pero no, le gusta incordiar y esta vez viene dispuesta a llevárselo todo.
Campa a sus anchas por todos los recovecos de la ciudad, colándose en las mentes de la gente, sin que ellos se den cuenta y sin que lleguen a cantarla.
No hace falta, se nota que la llevan dentro.
Yo que la conozco de sobra, a ella y a todos sus males, no puedo hacer nada para pararle los pies.
Está en las noticias, en la política, bajo las mesas de las cafeterías, detrás de las luces de Navidad, en la parada del bus, tras los escaparates de las tiendas, en los parques, en el paseo marítimo...
Puedes esforzarte en cantar otra cosa, pero entonces mandará a algún secuaz a buscarte que rayará las consabidas palabrejas hasta lavarte el cerebro. No hay más canciones posibles. NO. Está prohibido.
Y cuantas más veces me lo prohíben...
Espero a que se vayan y pongo "Can't Take My Eyes off You" de Frankie Valli and The 4 Seasons a todo volumen, me escapo a cantar "Video Killed the Radio Star", de The Buggles, debajo de un puente o me subo en el coche con "Born to be wild", de Steppenwol.
REBÉLATE. Declaremos juntos la guerra.
Cuando era pequeña, el mejor momento del día era aquel en el que me balanceaba en un columpio, levantaba la cabeza hacia el cielo y creía que podía volar. Ahora he crecido, ya no quepo en los columpios, pero desde esta esquina del mundo pretendo recrear esa sensación de libertad, donde cualquiera puede tocar el firmamento con la punta de los dedos.
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