Muchas tardes me llama avisándome de que va a poner en marcha el horno y a mí me falta tiempo para coger las llaves del coche. Me encanta verla revolotear por la cocina, con el pelo recogido y el mandil puesto, mientras hace filas de ingredientes, prepara dos boles para mezclas y calcula las cantidades por cucharadas soperas consultando tablas en Internet.
- Me gusta llamarla porque sé que usted es de comer y lo agradece -me dice ella.
- Y hace MUY bien -contesto yo (nótese el énfasis)
Con aire experimentado, se pone a la tarea, contándome historias de aquí y de allá y de las sorpresas que da la vida. De vez en cuando, hace unos ruiditos tal que Hmmm-hmmm, cuando le surgen las dudas, pero pronto las resuelve.
Mi papel es el de pinche de cocina, si se da el caso. La última vez rallé una manzana para un delicioso pastel de zanahoria, acompañada por Cristián, hábil cascador de nueces y un mes antes me tocó partir una tableta de chocolate blanco para unos muffins que sabían a gloria.
- La pena es no tener canastillas más altas, porque estas de magdalenas normales son muy pequeñas y los muffins no suben igual -se quejaba Isa.
En su defensa tengo que decir que mi familia, a la que llevé unos cuantos de estos prodigios, no reparó en ese pequeño detalle.
También recuerdo una jugosa tarta de manzana que no tenía desperdicio y las potentes galletas australianas ANZAC.
Estas tienen una historia curiosa. Se llaman así porque las siglas corresponden a las del ejército australiano y neozelandés (Australian and New Zealand Army Corps). Fueron creadas durante la 1ª Guerra Mundial por las madres y las mujeres de los soldados que estaban en el frente. Para hacerlas sólo pudieron usar los ingredientes que tenían a mano, pese al racionamiento (copos de avena, harina, mantequilla, coco rayado, jarabe de azúcar...) y tienen un alto valor energético. Son bastante grandotas y con dos de desayuno ya tienes más que suficiente.
Espero que entendáis lo importante que es esta mujer para mí.