Yo, yo y yo, y luego yo también. Parece que ya no existen los diálogos y que en su lugar solo hay monólogos o exhibiciones. Cada vez nos regodeamos más en nosotros mismos y pocas veces pensamos en los demás. Qué hay del arte de escuchar, de la empatía. Dejar espacio al otro para que también hable, cuente sus experiencias, opine. Demostrarle que nos importa.
Ni siquiera en las redes sociales llegamos a ser realmente sociales. En la mayoría de los casos son un muestrario público de lo que hacemos o lo que pensamos, como este artículo. No entablamos conversaciones más allá de una escueta frase. Si lo hacemos, porque lo más común es poner un "Me gusta" o un "Favorito" o nada. No hay tiempo. Vivimos demasiado deprisa.
De hecho, en el paso a la vida real, las cifras aún son más sangrantes. De 300 amigos que puedes tener en el Facebook, es posible que estos se reduzcan a los dedos de una mano o peor, que no tengas ninguno.
Hay personas que se aprecian mutuamente y nunca se llaman para tomar un café. Tropiezan por casualidad en la calle y dejan en el aire la promesa de verse, pero ese encuentro nunca se produce. El móvil pesa mucho a la hora de llamar y nuestra rutina también.
"Me siento solo/a", llegué a oír, no solo una vez, sino varias. Una palabra terrible que me gustaría evitar y que suena aún peor en una ciudad llena de personas.
Sin embargo, todavía hay un pequeño porcentaje de gente que, sin conocerte mucho, se implica y te ayuda cuando tú menos lo esperabas. Aparecen por sorpresa porque suelen pasar desapercibidos, pero están en tu día a día. Personas que te saludan cuando llegas y preguntan "Qué tal estás" de una forma sincera, y a partir de ahí todo cambia.
Me llegaron a ofrecer su casa; me presentaron a sus amigos; me defendieron, sin yo saberlo; me acompañaron o simplemente se preocuparon por mí.
Gestos, detalles que en su momento fueron decisivos en mi vida.
Se puede hacer tanto con tan poco.
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