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jueves, 2 de febrero de 2012

Haz deporte

Después de años escuchando recomendaciones de todo tipo, por fin he decidido matricularme en el gimnasio.
Mis padres ya estaban apuntados, así que me animé y fui con ellos.
Empecé a mediados de enero y para mí fue como entrar en un mundo aparte, lleno de seres extraños.
En primer lugar, el vestuario de chicas ya me sorprendió.
A las seis y media de la tarde, varios niños correteaban de un lado para otro, como si estuvieran en un parque, a grito pelado, mientras las madres le daban la merienda a sus bebés sentadas en los bancos para cambiarse.
Mi madre no se inmutaba y fue directa a buscar una taquilla libre, por lo que deduje que ese ambiente era de lo más normal e hice lo mismo.
Esquivando la marabunta, tropecé con intimidades de señoras de setenta años, completamente al descubierto, que se echaban la Nivea por todo el cuerpo sin contemplaciones y que acaparaban toda la zona.

- ¿Me permite?
- Sí, neniña, cómo no -me dijo apartando sus cosas mientras las lolas le colgaban lustrosas a la altura de la cintura.

No había problema y tampoco por eso iba a perder el parloteo sobre sus dolores con su compañera de natación terapéutica, en la taquilla de enfrente.

- Para la artrosis lo mejor es el spa y la natación -le recomendaba la otra.

Cuando estuve lista, me fui directa por primera vez a las máquinas. Bieito me había aconsejado hacer 20 minutos de elíptica (en la que parece que esquías), otros 20 de bicicleta y 15 a paso rápido en la cinta. Estaba decidida a empezar, hasta que entré en la sala.
Siempre pensé que tendría que hacer cola en el cine, en el súper, en el banco, ¡¿pero en un gimnasio?!

- A veces hay que esperar, las elípticas son las más demandadas -señaló mi madre- Toma, coge un buen trozo de papel de este rollo.
- ¿Tanto? Si yo no sudo mucho.
- Tú puede que no, pero espera a ver cómo dejan las máquinas otros...

Tenía razón, sólo tuve que ver a un señor en bicicleta para entenderlo todo. Las cataratas del Niágara se quedaban cortas.

Al final, después de un rato, logré subirme a una y comprender lo que tenía que hacer, presión con las piernas. Cuando llevaba 12 minutos me sentía como un ratón de laboratorio, acompañado de otros siete ejemplares, puestos en fila y mirando al frente, a un cristal empañado. Menos mal, que a mis espaldas estaban los machacas levantando pesas y hablando de sus múltiples musculaturas, dietas, fútbol y otros comentarios de lo más entretenido.
Buah, neno, por qué tendré el mp3 estropeado.

Hice lo propio con las otras máquinas, a un ritmo cómodo, para no matarme y querer volver otro día.
Sólo tuve problemas con el funcionamiento de la cinta, que intenté activar andando mientras hacía presión con los pies y le daba al botón de inicio. El sistema no era el mismo que el de la elíptica y la bici. Aquello no se movía, hasta que un señor me aclaró, antes de que siguiera haciendo el ridículo:

- Tienes que seleccionar la velocidad.

Entonces me emocioné y puse un siete. Casi me esnafro.
Tuve que agarrarme como pude y bajarla unos cuantos puntos. Sí, esas cosas no sólo pasan en las películas.

Pese a todo, acabé el circuito como una campeona, las endorfinas elevadas y, bueno, dispuesta a ser de nuevo rata de laboratorio.
Tienen razón, sienta muy bien hacer deporte.

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