- ¿Y este libro? –me preguntó mi prima de 19 años mientras ojeaba “Yo fui a EGB”.
- Es un regalo de mi hermano, para que recuerde mi
infancia.
- Pero… ¿tú fuiste a EGB?
- Sí, yo nací en los 80… -dije con sonrisa de
circunstancia.
- ¿¡En los 80!? ¿¡Eres tan mayor!?
En ese instante me sentí como si fuese una antigüedad
rescatada del trastero.
No fui la única, mi amigo Antón también experimentó algo
similar cuando compartió avión con los jugadores del Celta y vio que eran más
jóvenes que él. Ahí se dio cuenta de que su sueño de ser futbolista profesional
ya no tenía cabida en este mundo. Se había cerrado una etapa.
Pero el momento más fatídico y que muchos hemos padecido es
el que protagonizó mi amiga Carapuchiña:
- - ¡SEÑORA!,
¿me puede pasar el balón?
“¡¡¡Te juro que estuve a esto de tirárselo a la cara!!!”, me
decía indignada.
Vértigo, así llamo a esa sensación en la que súbitamente
eres consciente de la cantidad de recuerdos que forman parte de tu pasado y acuden
a ti en tropel para advertirte de que la vida pasa. Tienes tantas historias en
tu haber que te darían para rodar varias películas.
Espinte y Don Pimpón. Barrio Sésamo España |
A veces es la infancia la que me asalta por la calle al ver
a los niños jugando en el parque y echas de menos ese paso lento del tiempo,
cuando sólo deseabas crecer y tu única preocupación era no aburrirte. Te buscan
los olores de los libros de texto y los lapiceros nuevos, suenan gritos de la
pilla y el brilé, vuelves a ponerte las calcomanías de los chicles y canturreas
la sintonía de Barrio Sésamo mientras te tomas la merienda. Allí estaban tus
abuelos, echándote partidas interminables de cartas o de parchís y tus padres,
más jóvenes que tú ahora, corriendo detrás de ti.
Un grupo de chiquillas de 15 años te llena de música,
aquella que recopilabas en casettes soñando despierto, en un momento donde la
amistad era lo más importante e imaginabas que cierta persona sería para ti.
Libretas con corazones, carpetas con posters. Las primeras discotecas, las
primeras excursiones. El cuerpo va a mil revoluciones. Mucha inocencia, más
chascos. Necesito independencia, mi propio espacio, pero nadie me entiende. Qué
va a ser de mí.
Hasta que llega la hora de buscar trabajo. Se disparan los
nervios y la ansiedad. Hay que dar la talla, demostrar lo que vales para
recibir un sueldo. Tu primer sueldo. Ahora sí que esa independencia que
anhelabas es tuya, pero todo tiene un coste. No siempre encuentras amigos en
este camino, hay muchos escollos que evitar y cuando lo haces, te sientes
fuerte de verdad, como nunca…
Echar la vista atrás, duele un poco, porque hay cosas que no
volverán, pero también hay que alegrarse por poder haberlas vivido. La melancolía
que salga sólo a veces, porque si no, dejamos de lado nuestro presente y no creamos
ilusiones de futuro cuando queda tanto por andar. Hay que abrir nuevas etapas, celebrar
los cumpleaños, seguir creciendo, aprendiendo, sintiendo… En el fondo nunca
dejamos de ser niños, a pesar de que veamos otra cara en el espejo.
Como decía la canción de Sabina, podemos intentar al canzar los mil años. Otra cosa es que queramos hacerlo.
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