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domingo, 20 de julio de 2014

Vértigo



- ¿Y este libro? –me preguntó mi prima de 19 años mientras ojeaba “Yo fui a EGB”.
     - Es un regalo de mi hermano, para que recuerde mi infancia.
      - Pero… ¿tú fuiste a EGB?
      - Sí, yo nací en los 80… -dije con sonrisa de circunstancia.
      - ¿¡En los 80!? ¿¡Eres tan mayor!?

En ese instante me sentí como si fuese una antigüedad rescatada del trastero.

No fui la única, mi amigo Antón también experimentó algo similar cuando compartió avión con los jugadores del Celta y vio que eran más jóvenes que él. Ahí se dio cuenta de que su sueño de ser futbolista profesional ya no tenía cabida en este mundo. Se había cerrado una etapa.

Pero el momento más fatídico y que muchos hemos padecido es el que protagonizó mi amiga Carapuchiña:

-        - ¡SEÑORA!, ¿me puede pasar el balón?

“¡¡¡Te juro que estuve a esto de tirárselo a la cara!!!”, me decía indignada.

Vértigo, así llamo a esa sensación en la que súbitamente eres consciente de la cantidad de recuerdos que forman parte de tu pasado y acuden a ti en tropel para advertirte de que la vida pasa. Tienes tantas historias en tu haber que te darían para rodar varias películas.

Espinte y Don Pimpón. Barrio Sésamo España

A veces es la infancia la que me asalta por la calle al ver a los niños jugando en el parque y echas de menos ese paso lento del tiempo, cuando sólo deseabas crecer y tu única preocupación era no aburrirte. Te buscan los olores de los libros de texto y los lapiceros nuevos, suenan gritos de la pilla y el brilé, vuelves a ponerte las calcomanías de los chicles y canturreas la sintonía de Barrio Sésamo mientras te tomas la merienda. Allí estaban tus abuelos, echándote partidas interminables de cartas o de parchís y tus padres, más jóvenes que tú ahora, corriendo detrás de ti.

Un grupo de chiquillas de 15 años te llena de música, aquella que recopilabas en casettes soñando despierto, en un momento donde la amistad era lo más importante e imaginabas que cierta persona sería para ti. Libretas con corazones, carpetas con posters. Las primeras discotecas, las primeras excursiones. El cuerpo va a mil revoluciones. Mucha inocencia, más chascos. Necesito independencia, mi propio espacio, pero nadie me entiende. Qué va a ser de mí.

Por ahí va el bus de la universidad. Está lleno. Con él vuelves a sentir la ilusión de empezar algo nuevo, algo que has decidido por ti mismo. Ahora sabes lo que quieres y vas a por ello. Te separas de tus padres y empiezas a caminar solo. Nuevos amigos, amores distintos. Noches que se convierten en días. Otros países, otras ciudades. Miles y miles de apuntes. Suspensos inquebrantables.


Hasta que llega la hora de buscar trabajo. Se disparan los nervios y la ansiedad. Hay que dar la talla, demostrar lo que vales para recibir un sueldo. Tu primer sueldo. Ahora sí que esa independencia que anhelabas es tuya, pero todo tiene un coste. No siempre encuentras amigos en este camino, hay muchos escollos que evitar y cuando lo haces, te sientes fuerte de verdad, como nunca…

Echar la vista atrás, duele un poco, porque hay cosas que no volverán, pero también hay que alegrarse por poder haberlas vivido. La melancolía que salga sólo a veces, porque si no, dejamos de lado nuestro presente y no creamos ilusiones de futuro cuando queda tanto por andar. Hay que abrir nuevas etapas, celebrar los cumpleaños, seguir creciendo, aprendiendo, sintiendo… En el fondo nunca dejamos de ser niños, a pesar de que veamos otra cara en el espejo.

Como decía la canción de Sabina, podemos intentar al canzar los mil años. Otra cosa es que queramos hacerlo.

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