Ya hacía tiempo que quería escribir este post y no había manera. El mes pasado estuve en Corrubedo y hay tanto que decir que no encontraba el momento oportuno.
Fue cosa de mi amiga Ana que nos invitó a Catuxa y a mí a su casa con la intención de ir desde allí a las Cíes.
Al final, por no reservar el barco con tiempo, nos quedamos sin sitio, pero a cambio descubrí un paraíso en la sierra del Barbanza.
Nunca había visto azules tan intensos, ni playas tan largas.
Entré, como por arte de magia, en los cuadros de Sorolla de casitas blancas y marineros.
Los niños pedaleaban libres en bicicleta por la carretera y se hacían colas en la panadería del pueblo, justo antes de la hora de comer.
En casa de Ana olía a café y el devenir de las olas se escuchaba desde la ventana. Tenían una terraza a pie de playa, sólo hacía falta abrir la puerta para llenarse los zapatos de arena.
"Esta casa tiene más de un siglo de antigüedad. Tuvimos que reformarla", nos explicaría más adelante el padre de Ana.
La madera chirriante se confundía con las baldosas de cerámica.
- ¿Vistéis los muebles? Algunos los pinté yo. Eran bastante viejos y probé a arreglarlos -comentó orgullosa.
- Pues te quedaron muy bien -le contestamos.
Tenían ese toque acogedor del vintage y las fotos en blanco y negro (Ana es diseñadora de interiores).
Después de dejar las cosas en el cuarto de invitados y tomar un mini desayuno, nos fuimos a explorar.
Rumbo al dolmen de Axeitos. Una agrupación de menhires descomunales con sentido funerario.
Estábamos curioseando alrededor, junto a otros turistas, cuando vimos llegar a un señor, de unos 70 años, con una zapatilla de un color y otra de otro, a paso decidido.
- ¡¡¡¡¡Buenos días!!!!! -dijo bien alto- ¿Entendedes o galego? -preguntó dirigiéndose a una familia que andaba por allí.
- Así, así. No somos de aquí.
- Bueno, no hay problema, pues hablo en castellano. A ver, ¿sabéis por qué el dolmen está colocado aquí?
Nosotras nos fuimos acercando por curiosidad y con precaución sin saber si aquel hombre estaba loco o era el guía del monumento.
- ¿Por la orientación del sol? -responde la familia.
- Que me lo diga el niño -sentenció cogiendo a un chaval de 14 años por los hombros.
- Pues... ¿por el sol? -se aventuró a decir, ante la presión popular.
- Efectivamente, los primitivos adoraban al sol y creían que era importante que la luz llegara a los muertos, enterrados bajo el dolmen.
¿Y por qué las ventanas, esos huecos entre las piedras, tienen diferentes tamaños?
- Mmmm... No sé, ni idea.
- Bueno, como eres mi amigo -explicó aferrándolo con firmeza- yo te cuento, para que cuando seas mayor y vuelvas a Galicia con tus amigos, puedas tú explicárselo a ellos.
Verás, el sol recorre el horizonte de izquierda a derecha -explicó surcando el cielo con la mano-, pero no siempre sigue ese camino a la misma altura. En invierno o en verano sus posiciones cambian y entonces la luz no tocaría la tierra del interior del monumento, así que las ventanas son más grandes a un lado o a otro teniendo en cuenta esas variables.
¿Y viste el pez?
- ¡¿Un pez?! -dijimos todos con cara de extrañeza- ¡¿Qué pez?!
- Hay un pez grabado en la roca. No se ve muy bien -comentó trazando una forma en un menhir con el dedo.
Nos apelotonamos para mirar.
- ¡Ah, sí, aquí. Ésta es la cola!
- Casi no se ve -explicó el señor- Es el símbolo de los cristianos, anterior a la cruz. Los prehistóricos adoraban a la naturaleza y cuando comenzó el cristianismo, las generaciones posteriores consideraban estos monumentos paganos, por eso tallaron el pez, para cristianizarlo.
Creo que si nos cerraran la boca en ese momento, aún nos harían un favor. Quién iba a pensar que un hombre así podría saber tanto de historia.
Aún se quedaba allí con su discurso cuando cogimos el coche para dirigirnos al castro de Baroña.
Después de unas cuantas curvas seguimos un sendero hacia la costa:
- ¿Veis el castro? -preguntó Ana.
- No
- Esperad a que bajemos por allí.
- ¡¡Oooooohhhhhh!!
- Jejeje. Sabía que os iba a impresionar. Yo también, cuando me trajeron, esperaba verlo en una zona elevada, pero no ahí, justo al lado del mar.
Sobre un peñón de roca elevada, entre playas, había varias estructuras circulares que indicaban que allí hubo un poblado en otro tiempo. Las olas no llegaban a alcanzarlo, pero quizá en un día de tormenta, no podría asegurarlo.
En seguida vino a mí el pasado. Hombres cargados con palos llenos de pescado, niños jugando entre las cabañas, mujeres tejiendo redes...
- ¡Eeehhh!, ¿y esas montañitas de piedra? -me trajo Ana de vuelta.
Los arenales y los terrenos próximos estaban repletos de conjuntos de piedras pulidas por el mar, apiladas una sobre otra.
- Será un movimiento artístico -comenté.
- Qué bonito -exclamó Catuxa.
- Es impresionante. Hay montañitas por todas partes. ¿Lo harían de un día para otro?
- No creo, supongo que alguien lo empezaría y la propia gente que pasaba por aquí fue dejando su aportación -me aventuré a decir.
- Pues es precioso
- Tenemos que hacer una nosotras -propuse.
Así que en una esquinita montamos unas piedrecillas para dejar nuestro granito de arena.
- Es un poco cutre -dijo Catuxa.
- Bueno, al menos lo intentamos -respondí arqueando la ceja.
Entre los peñascos se veía toda la costa a ambos lados, era como un pequeño Alcatraz con una piscina natural de agua salada que se formaba al bajar la marea.
Alucinante.
Dimos unas cuantas vueltas más por ahí, hasta que Ana nos sugirió ir a la playa de las dunas antes de comer.
- Hay una zona donde se puede aparcar, pero después hay que andar porque es un área protegida. Tienen rampas de madera para evitar pisar las dunas. Enfrente, tenéis un centro de interpretación de la naturaleza que está muy bien, pero no sé si nos dará tiempo...
- No te preocupes, sólo vamos a mojar los pies.
- El agua suele estar helada.
- Para variar.
Las playas de Corrubedo son paradisiacas. No tienen nada que envidiar a las de las islas Cíes.
La arena, natural y muy fina, acariciaba los pies y el agua, aunque fría, era cristalina. Las dunas y la extensión le daban una imagen caribeña. Johny Depp bien podría haber aparecido por allí con la Perla Negra.
- ¡Eeehhh!, ¿os habéis fijado? -dijo Ana- Os dije que venía mucho por aquí.
- ¡Anda, qué casualidad!
Era inconfundible, Fran, el futbolista del Deportivo, estaba allí con su familia. A unos metros de nosotras.
Después de un par de cotilleos, los estómagos rugieron.
- Ya es hora de volver. Laura, ¿te gusta el churrasco? -me preguntó Ana.
- Síiiiiiiiiiiiiiiiiii
Cuando llegamos, la mesa ya estaba puesta en la terraza. Había churrasco con patatas fritas, empanada, pimientos, ensalada y tarta de queso. Qué más se podía pedir.
También había llegado el padre de Ana, que había vuelto de pescar.
Marinero de profesión, se había recorrido el mundo de puerto en puerto. En su maleta llevaba historias de todo tipo que nos amenizaron la comida y que merece la pena que sean contadas, pero eso, en el próximo capítulo. Hasta entonces, sed buenos y portaos bien.
Cuando era pequeña, el mejor momento del día era aquel en el que me balanceaba en un columpio, levantaba la cabeza hacia el cielo y creía que podía volar. Ahora he crecido, ya no quepo en los columpios, pero desde esta esquina del mundo pretendo recrear esa sensación de libertad, donde cualquiera puede tocar el firmamento con la punta de los dedos.
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