Cuando estaba en la universidad, mis primeros años los pasé en una residencia femenina de estudiantes y allí, los grupos se establecían dependiendo de en qué mesa te sentaras para comer o por afinidades de la tierra.
- ¿De dónde eres?
- ¿Yo?, de Galicia.
- ¡Anda, pues yo soy de Lugo!
- ¡No digas! ¡Qué alegría! -comentabas emocionada con ojos saltarines, a punto de brindarle un abrazo.
La verdad es que en cuanto pasas Los Ancares, el amor por las raíces se multiplica aunque estés a seis horas en coche de casa, y encontrarte a otro gallego fuera es oficialmente un motivo de celebración.
Pero volviendo a la historia, el caso es que, entre ésta y otras técnicas de socialización rápida, pronto formé parte de una cuadrilla de siete personas y mis estancias en Castilla y León se me hicieron más amenas.
Sin embargo, un día, en una de nuestras reuniones de habitación, noté una tensión no resuelta y decidí preguntar, abierta y repentinamente -soy asín de delicada-, si había algún problema.
Entre unas cosas y otras, el grupo me explicó que la cuestión era que no había manera de conocerme, que parecía tener cinco personalidades diferentes y además me mantenía esquiva, encerrada en mi habitación muchas veces, en vez de estar con ellas.
Creo que se me quedó cara de pez. Algo más o menos como eso de la izquierda.
No recuerdo ni lo que contesté, ni si supe contestar. Había tantos ojos mirándome y apoyando la tesis de la portavoz en busca de respuestas, que de repente comprendí lo que podía llegar a sentir un X-men desterrado por el mundo. Una pena no poder lucir el don de la invisibilidad.
Lo cierto es que, visto ahora desde la distancia, creo que nunca fui capaz de ser la misma persona en todo momento. Dentro de los límites de la cordura, tengo mil caras. La primera es la de siempre: seria, responsable, tímida, dulce, buena y tranquila. Pero después la cosa deriva.
Por ejemplo, también tengo muy mala leche. Y cuando me refiero a esto, no hablo de levantar la voz y ponerme como una loca cuando me enfadan, sino que las mato callando. Espero mi oportunidad y lapido sin compasión, claro que sólo cuando me hacen daño de verdad. Entonces el rencor y la venganza actúan en mi estómago y ya son imparables. Aún recuerdo a un pobre hombre atormentado al que le dije sin contemplaciones que le odiaba, a él sí que se le quedó cara de pez.
Además, debería aclarar que la timidez es por comodidad. Me gusta escuchar a la gente. Si ellos tienen algo que decir, yo no voy a interrumpirles, pero si la cosa muere, tengo un cuestionario infinito para resucitarla o cientos de anécdotas que dando unas vueltas hasta caben sin calzador.
Distinta situación se da en esos comienzos de curso, donde no conoces a nadie de la clase o estás haciendo un trabajo de grupo y hay que exponer ideas. Ante el silencio me activo como un despertador y empiezo a soltar paridas, pero una detrás de otra, aunque esté poniéndome en ridículo. En ese caso pierdo la vergüenza. Igual que si me dan un micrófono y me filman con una videocámara. La muñeca triste de la estantería se convierte en Paula Vázquez, claro que con otro cuerpo. Y si ponen música, ya... Bueno, ¡soy la reina de la disco! Úuhhh-Úuhhh...
Otro factor a tener en cuenta es si hay niños delante, sólo niños. Si veo a un adulto no será lo mismo, pero si estoy sola con ellos es muy posible que ponga la casa patas para arriba; saque de los armarios lo que sea, sin normas ni leyes; y lo mismo convierto todo en una peli de vaqueros, que en un culebrón con playmóbiles. Igualmente, saltaré encima de las camas y jugaremos a la pilla sin luz. Tampoco hablaré de hipotecas ni de trabajo, sólo de las más insólitas noticias, cuentos o historias que hayan pasado por mis oídos, y sé que tengo más que edad para ser adulta, pero si puedo elegir, nunca me sentaré en un banquete en la mesa de los mayores en el caso de que haya gente menuda a mi alrededor.
Por si fuera poco, soy terriblemente infantil y me pueden los dibujos animados, los peluches y demás cosas bonitas, aunque eso nunca lo notarán en la oficina.
Por otro lado, cuando me veas calmada haciendo un examen sólo tendrás que observar mis piernas para darte cuenta de que las balanceo a la velocidad de la luz y en mis brazos abiertos dando un discurso, los músculos tiritarán, aunque nadie lo perciba. La misma impresión, pero llevada al extremo del miedo, la padezco con la oscuridad. No soporto dormir sin una luz encendida, por eso intento acostarme antes de que lo haga el resto de mi familia, para sentirme segura. Siempre pienso que hay alguien más en la habitación y que no podré verlo ni reaccionar a tiempo. Los ruidos, por la noche, tampoco me ayudan.
Sin embargo, subida en mi coche, con mi cazadora de cuero, no conozco los límites y paseo por la jungla de asfalto como James Bond en su Aston Martin y eso que antes tenía un Renault-5, pero desgasté las ruedas en las montañas. Precisamente, desde allí, solía mirar al vacío, hasta que mi novio temblando me decía que me echara atrás, y es que, si hay algún lugar por descubrir, seré la primera en pisarlo. De hecho, mi ambición por viajar vuelve locos a mis padres, que se echan las manos a la cabeza agotados, cada vez que les explico todo lo que he pensado hacer y hasta dónde voy a ir. Subiendo ruinas soy Indiana Jones y preparando rutas, mejor que la guía Repsol.
Pero a la hora del atardecer, no quiero saber nada de nadie, sólo mirar cómo el cielo se pone naranja mientras escribo impresiones en mi diario, dibujo o busco nuevos libros que leer. De fondo sonará la música, Frank Sinatra o Norah Jones, cualquiera que me haga sentir bien. Y no pensaré en nada más que en relajarme.
Así que... bueno, después de tanto tiempo, puedo darles la razón, pero mucho me temo que no voy a cambiar nunca.
Cuando era pequeña, el mejor momento del día era aquel en el que me balanceaba en un columpio, levantaba la cabeza hacia el cielo y creía que podía volar. Ahora he crecido, ya no quepo en los columpios, pero desde esta esquina del mundo pretendo recrear esa sensación de libertad, donde cualquiera puede tocar el firmamento con la punta de los dedos.
Los textos publicados en este blog figuran en el registro de la propiedad intelectual y están protegidos por derechos de autor.
miércoles, 27 de enero de 2010
domingo, 24 de enero de 2010
Uno+Uno=...
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos..."
Benedetti
Hay palabras de las que nunca podrás escapar, porque están ahí y han estado siempre y estarán. Aunque nos resistamos a ello, por la indefensión en la que nos dejan, acaban apareciendo en nuestra boca o en la de otros, pero estamos sentenciados a escucharlas. Una de ellas, es el amor.
Lo hay de muchos tipos, tantos como personas en el mundo, así que engloba una multitud de definiciones que dependen de nuestros propios sentimientos. No hay un manual explicativo ni una forma correcta de hacer las cosas. Sólo nos guía nuestro instinto, que lógicamente puede equivocarse, pero también tiene el derecho de volver a intentarlo.
En mi caso, partí de un grave error, que consistía en soñar demasiado, la lacra de la romántica empedernida. Para mí no existían los defectos, los rellenaba con nata montada y cogía al adonis de turno para llevarlo a un castillo en las nubes. Después, descubría que el adonis no tenía mayor interés en mí, que no le molaban los carros que volaban por el aire y que, realmente, si no hablaba mucho, no es porque fuera tímido, sino porque no sabía hablar.
Siempre decía que no. No sabía bailar salsa agarrada, estaba en medio de una estrategia de abordaje y era más bajito que yo, pero aquel chico brillaba en la oscuridad como el sol del verano. En parte, por su camiseta amarilla canario, pero había algo más. Estaba en su sonrisa, en sus ojos deslumbrantes y en los brazos abiertos que se ofrecían a mí.
- Bueno -le contesté.
Me dejé llevar, sorprendida y totalmente fuera de combate, por lo bien que bailaba, la delicadeza con la que guardaba las distancias sin rozarme y su facilidad para convertir cualquier anécdota en una larga conversación. ¡Y se reía!, se reía de las tonterías que yo podía llegar a decir en apenas un minuto.
De repente, en el local estalló una pelea, ya no pudimos bailar, pero seguimos hablando. Los dos vivíamos en el mismo barrio, sin saberlo; él salía con mis primos, cuando jamás lo había visto con ellos y conocía a algunas de mis compañeras de clase. Perdí la noción del tiempo, hasta que mis amigas me lo recordaron y me despedí de él. No hubo teléfonos, sólo dos encantados de conocerse y esperando que algún día nos volviéramos a ver.
Maldije mi falta de decisión, pero estaba demasiado aturdida. Esa noche había perdido mi lista de requisitos en algún lugar y no me había dado cuenta. De todas formas, en una semana volví a encontrarle en una discoteca.
Hoy la historia continúa, hubo diez años más por delante, pero no hace falta saber más detalles, porque lo que empezó aquella noche, sin disfraces de princesa ni posturas de gigoló, permaneció intacto, con esa misma inocencia y su caprichosa ilusión, desbordante de alegría.
Encontré lo perfecto en lo imperfecto y descubrí que me hacía más feliz que cualquier fantasía. Incluso en las discusiones, que terminan con chistes, o en la tristeza, donde sólo habla el silencio y otorga comprensión. Luego, se unieron las aventuras vividas y compartimos nuestro día a día, hasta hacerlo diferente.
Ambos somos distintos, pero no intentamos cambiarnos, porque su falta de semejanza completa mis carencias y a la inversa, aunque estemos deacuerdo en lo importante. Así que él me conoce, yo le conozco, pero aún nos queda mucho por conocer, y sí, irremediablemente existe el miedo a perdernos, porque, aunque hubo un tiempo en el que estuvimos solos, ahora, Uno+Uno son más que dos.
Lo hay de muchos tipos, tantos como personas en el mundo, así que engloba una multitud de definiciones que dependen de nuestros propios sentimientos. No hay un manual explicativo ni una forma correcta de hacer las cosas. Sólo nos guía nuestro instinto, que lógicamente puede equivocarse, pero también tiene el derecho de volver a intentarlo.
En mi caso, partí de un grave error, que consistía en soñar demasiado, la lacra de la romántica empedernida. Para mí no existían los defectos, los rellenaba con nata montada y cogía al adonis de turno para llevarlo a un castillo en las nubes. Después, descubría que el adonis no tenía mayor interés en mí, que no le molaban los carros que volaban por el aire y que, realmente, si no hablaba mucho, no es porque fuera tímido, sino porque no sabía hablar.
Sin embargo, pese a mi fracaso, seguía con la mía, pensando que era una cuestión de tiempo y que acabaría encontrando al hombre imaginario del que había hecho un retrato robot. En ésas estaba, sumergida en un pub, en el que había entrado con mis amigas detrás de la silueta perfecta y planeaba, con todo detalle, mi oportunidad, cuando alguien me palmeó el hombro:
- Hola -me dijo- ¿quieres bailar?
- Bueno -le contesté.
Me dejé llevar, sorprendida y totalmente fuera de combate, por lo bien que bailaba, la delicadeza con la que guardaba las distancias sin rozarme y su facilidad para convertir cualquier anécdota en una larga conversación. ¡Y se reía!, se reía de las tonterías que yo podía llegar a decir en apenas un minuto.
De repente, en el local estalló una pelea, ya no pudimos bailar, pero seguimos hablando. Los dos vivíamos en el mismo barrio, sin saberlo; él salía con mis primos, cuando jamás lo había visto con ellos y conocía a algunas de mis compañeras de clase. Perdí la noción del tiempo, hasta que mis amigas me lo recordaron y me despedí de él. No hubo teléfonos, sólo dos encantados de conocerse y esperando que algún día nos volviéramos a ver.
Maldije mi falta de decisión, pero estaba demasiado aturdida. Esa noche había perdido mi lista de requisitos en algún lugar y no me había dado cuenta. De todas formas, en una semana volví a encontrarle en una discoteca.
Hoy la historia continúa, hubo diez años más por delante, pero no hace falta saber más detalles, porque lo que empezó aquella noche, sin disfraces de princesa ni posturas de gigoló, permaneció intacto, con esa misma inocencia y su caprichosa ilusión, desbordante de alegría.
Encontré lo perfecto en lo imperfecto y descubrí que me hacía más feliz que cualquier fantasía. Incluso en las discusiones, que terminan con chistes, o en la tristeza, donde sólo habla el silencio y otorga comprensión. Luego, se unieron las aventuras vividas y compartimos nuestro día a día, hasta hacerlo diferente.
Ambos somos distintos, pero no intentamos cambiarnos, porque su falta de semejanza completa mis carencias y a la inversa, aunque estemos deacuerdo en lo importante. Así que él me conoce, yo le conozco, pero aún nos queda mucho por conocer, y sí, irremediablemente existe el miedo a perdernos, porque, aunque hubo un tiempo en el que estuvimos solos, ahora, Uno+Uno son más que dos.
jueves, 21 de enero de 2010
Paseos nocturnos
Hay mucha gente que siempre me pregunta por qué estoy tan enamorada de la ciudad en la que vivo y yo les contesto que no es precisamente de la ciudad, sino del mar. Asomarte al Atlántico, supone humedad, frío y vendavales, pero también te regala paisajes que no encontrarás en otros sitios.
Necesito ese olor a salitre y a algas, la espuma de sus rizos y el rugido rompiente que permanece en los oídos.
Me he pasado horas mirando el océano, viéndolo cambiar de estación en estación y nunca me ha defraudado. Siempre me ha dado respuestas, incluso cuando no se las había pedido. Perdida en su inmensidad es cuando me he sentido verdaderamente libre. Pero es como todo, tienes que añorarlo para darte cuenta de lo importante que es para ti.
Recuerdo aquellas largas temporadas en las que me separé de su lado, meses sin poder verlo, en los que sentía una especie de asfixia apretada en el cuello. Me faltaba el aire y sólo me parecía respirar polvo.
Cuando llegaba a casa, me daba igual todo, tiraba las maletas y tardaba media hora en ir corriendo a la playa.
- Hola -le decía con el aliento en la boca- Ya he llegado.
Y él me respondía con remolinos en el agua.
Para mí, es uno más. De hecho, si repaso en mi cabeza los apuntes del pasado, no hay ni un sólo momento en el que no hubiese estado presente. A veces con los chillidos de las gaviotas, otras con la sirena de algún barco, extranjeros parloteando en las calles o la luz del faro, colándose en mi ventana.
Por eso, cuando hoy recorría el paseo marítimo caminando con Inma, mientras la noche caía sobre nosotras, me olvidé del tiempo, de los problemas, de mi futuro. Allí no había nada más que las pequeñas luces de los puertos y el murmullo de las olas, el abrazo de un amigo.
Necesito ese olor a salitre y a algas, la espuma de sus rizos y el rugido rompiente que permanece en los oídos.
Me he pasado horas mirando el océano, viéndolo cambiar de estación en estación y nunca me ha defraudado. Siempre me ha dado respuestas, incluso cuando no se las había pedido. Perdida en su inmensidad es cuando me he sentido verdaderamente libre. Pero es como todo, tienes que añorarlo para darte cuenta de lo importante que es para ti.
Recuerdo aquellas largas temporadas en las que me separé de su lado, meses sin poder verlo, en los que sentía una especie de asfixia apretada en el cuello. Me faltaba el aire y sólo me parecía respirar polvo.
Cuando llegaba a casa, me daba igual todo, tiraba las maletas y tardaba media hora en ir corriendo a la playa.
- Hola -le decía con el aliento en la boca- Ya he llegado.
Y él me respondía con remolinos en el agua.
Para mí, es uno más. De hecho, si repaso en mi cabeza los apuntes del pasado, no hay ni un sólo momento en el que no hubiese estado presente. A veces con los chillidos de las gaviotas, otras con la sirena de algún barco, extranjeros parloteando en las calles o la luz del faro, colándose en mi ventana.
Por eso, cuando hoy recorría el paseo marítimo caminando con Inma, mientras la noche caía sobre nosotras, me olvidé del tiempo, de los problemas, de mi futuro. Allí no había nada más que las pequeñas luces de los puertos y el murmullo de las olas, el abrazo de un amigo.
lunes, 18 de enero de 2010
El cofre del tesoro 1
Empecé a coleccionar cromos cuando mi madre apareció un día en mi habitación con un álbum. Lo había comprado en el kiosco y pensó que me gustaría. También me trajo con él cinco sobres de postalillas.
- Para que lo estrenes -me dijo.
No sé cuántos años tendría, ni de qué era la colección, pero pronto pasó a ocupar el primer lugar de mi lista de aficiones. Me encantaba abrir los paquetes, que tenían un olor envolvente, como de cola y papel recién impreso, y sorprenderme con lo que podría encontrar dentro. Después iba mirando los números y colocando las pegatinas, intentando encajarlas en su recuadro, aunque el pulso fallaba la mayoría de las veces.
Así conseguí completar las series de Batman, Mi Pequeño Pony, Animales de Adena, Candy Candy, Gardfiel, la Pantera rosa, Mafalda...
Pero fui creciendo y los cromos dejaron de motivarme. Una vez que llenabas el libro, lo repasabas página por página, satisfecho de verlo sin huecos libres y después volvía rápidamente a la estantería. El juego se había acabado. Entonces, un día, una amiga me regaló una caja. Iba a clases de manualidades y había pintado un cofrecillo de madera. Tenía tantas cosas en su habitación que no sabía dónde meterlo y me lo dio a mí.
- Es muy bonita -le dije- Gracias.
- ¡Ah, claro!, como un joyero.
- Sí, por ejemplo.
Mi amiga se despidió de mí y yo me quedé con aquello entre las manos. Tenía unos diez años y las únicas joyas que llevaba encima eran unos minúsculos pendientes de oro, que no me sacaba nunca y la medallita de la comunión.
No, la caja tenía que servir para algo diferente, así que la escondí en un lugar secreto de mi armario y esperé.
Pasados unos meses nació mi hermano.
Lo veía explicarse todo serio ante mí, tras una de esas catástrofes, levantando las cejas con sus mofletes encendidos y sus tirabuzones castaños moviéndose como muelles. Intenté aguantarme, porque estaba furiosa, pero él parecía tan seguro de sí mismo, exigiendo la razón, que ya no pude más y se me escapó una carcajada, así que él, sin entender nada, empezó a reírse también. Acabamos los dos por los suelos de la forma más tonta, como si hubiesen echado gas de la risa en la habitación.
Desde luego, mi hermano no era como yo esperaba, pero supe que nunca podría dejar de quererle. También entendí que el tiempo pasaba muy rápido y que, pese a su manía de destrozar todo lo que yo creaba, echaría de menos su carita de ángel, los correteos detrás de mí para intentar imitarme y, sobre todo, sus cabreos de persona mayor.
Ese día, lo convencí para que me dejara cortar uno de sus pequeños loopings de pelo y lo guardé en una cajita vacía y transparente de abalorios.
- ¿Poqué? -me preguntó, con sus escasas palabras.
- Porque es muy bonito -le contesté mientras buscaba el cofre de madera de mi armario- Será nuestro tesoro.
-Ayy...! -suspiraba mientras comtemplaba el saqueo desde la distancia.
En realidad, ya no me importaba tanto, porque ahora sabía con qué llenar la caja.
- Para que lo estrenes -me dijo.
No sé cuántos años tendría, ni de qué era la colección, pero pronto pasó a ocupar el primer lugar de mi lista de aficiones. Me encantaba abrir los paquetes, que tenían un olor envolvente, como de cola y papel recién impreso, y sorprenderme con lo que podría encontrar dentro. Después iba mirando los números y colocando las pegatinas, intentando encajarlas en su recuadro, aunque el pulso fallaba la mayoría de las veces.
Por supuesto, llegaba un momento en que te faltaban 10 postalillas para terminar la serie y nunca aparecían, a pesar de invertir horas de tu tiempo intercambiándolas con amigos: sipi, nopi, sipi, sipi, sipi...
Acababas por mandar una petición por correo a Panini, la editorial que se dedicaba a estas cosas, para que por favor te enviara aquellas pegatinas imposibles, aunque hubiese que pagarlas en sellos.Así conseguí completar las series de Batman, Mi Pequeño Pony, Animales de Adena, Candy Candy, Gardfiel, la Pantera rosa, Mafalda...
Pero fui creciendo y los cromos dejaron de motivarme. Una vez que llenabas el libro, lo repasabas página por página, satisfecho de verlo sin huecos libres y después volvía rápidamente a la estantería. El juego se había acabado. Entonces, un día, una amiga me regaló una caja. Iba a clases de manualidades y había pintado un cofrecillo de madera. Tenía tantas cosas en su habitación que no sabía dónde meterlo y me lo dio a mí.
- Es muy bonita -le dije- Gracias.
- ¿Cosas especiales?
Era una caja muy pequeña y no me imaginaba qué podía caber en ella.
- Sí, ya sabes. Pendientes, anillos, pulseras...- ¡Ah, claro!, como un joyero.
- Sí, por ejemplo.
Mi amiga se despidió de mí y yo me quedé con aquello entre las manos. Tenía unos diez años y las únicas joyas que llevaba encima eran unos minúsculos pendientes de oro, que no me sacaba nunca y la medallita de la comunión.
No, la caja tenía que servir para algo diferente, así que la escondí en un lugar secreto de mi armario y esperé.
Pasados unos meses nació mi hermano.
Había sido durante tanto tiempo hija única, teniendo que inventarme juegos para no sentirme sola, que fue uno de los acontecimientos más importantes de mi vida. Después descubrí que la convivencia era algo complicado y que siempre habría un abismo entre su mentalidad y la mía. Nunca podríamos ser colegas.
Yo era la mayor y tenía que cuidar de él, además de enseñarle absolutamente todo. Cosas tan cruciales como que tres banquetas dadas la vuelta eran un tren y una toalla puesta con pinzas entre la cama y una silla, una tienda de campaña.
A dónde iba a ir así... con un pequeño monstruito cuyo deporte era derrumbar mis preciadas construcciones, mientras balbuceaba cosas ininteligibles.
Desde luego, mi hermano no era como yo esperaba, pero supe que nunca podría dejar de quererle. También entendí que el tiempo pasaba muy rápido y que, pese a su manía de destrozar todo lo que yo creaba, echaría de menos su carita de ángel, los correteos detrás de mí para intentar imitarme y, sobre todo, sus cabreos de persona mayor.
- ¿Poqué? -me preguntó, con sus escasas palabras.
- Porque es muy bonito -le contesté mientras buscaba el cofre de madera de mi armario- Será nuestro tesoro.
Él se quedó muy quieto observando mientras yo volvía a poner todo en su sitio, como si fuera un ritual sagrado. Después, tardó dos segundos en salir corriendo directo hacia mis preciados Pin y Pon.
-Ayy...! -suspiraba mientras comtemplaba el saqueo desde la distancia.
En realidad, ya no me importaba tanto, porque ahora sabía con qué llenar la caja.
viernes, 15 de enero de 2010
La esperanza
Zeus encadenó a Prometeo en una montaña del Cáucaso, donde diariamente un águila le devoraba el hígado, que luego volvía a crecerle, para que su tortura pudiese continuar día tras día.
Sin embargo, no le pareció castigo suficiente y decidió que los propios hombres pagaran por el regalo inmerecido. De esta forma, creó, junto a otros dioses, a una mujer capaz de cautivar a cualquiera, que reunía los dones de la elegancia, la belleza y el poder de la seducción. Su nombre fue Pandora y la enviaron a casa de Prometeo junto con una caja, sin explicarle su contenido.
Al llegar al lugar, fue el hermano de éste, Epimeteo, quien le abrió la puerta y enseguida se enamoró de ella. Tiempo después, se casó con él y tras la boda, Pandora seguía preguntándose qué habría en aquel extraño objeto, pese a que le habían prohibido terminantemente abrirlo, al poder tratarse de una trampa. Finalmente, la curiosidad fue más fuerte y acabó por destapar la caja. Fue así como de repente de ella salieron todos los males y se repartieron por la Tierra, mientras los bienes ascendían rápidamente al cielo.
Pandora, asustada, tapó de nuevo la caja, pero ésta casi estaba vacía, sólo quedaba dentro la esperanza. Así que, desde ese momento, se dedicó a recorrer el mundo con ella, consolando a todos aquellos que sufrían y mostrándoles que las cosas podían cambiar.
Después de esta historia tiene sentido decir que "la esperanza es lo último que se pierde". Es más, nunca debería perderse.
Sin ella, nos convertimos en muertos vivientes, aceptamos nuestras circunstancias como algo que viene dado y nos acomodamos en una rutina insípida, en la que nos movemos como robots, guiados por algún mecanismo interno.
De esta forma, renunciamos al amor, cansados de fracasos e intentonas fallidas, abandonamos nuestras aspiraciones, porque llegamos a convencernos de que nunca se harán realidad o dejamos atrás la felicidad, como una meta imposible.
Mientras Pandora pasa a nuestro lado, haciendo que giremos la cabeza hacia delante para tratar de encontrar las ilusiones perdidas, y nosotros mismos somos los que nos ponemos una venda en los ojos, a veces por miedo, cansancio o dejadez, cuando, tras tantos años de redención a lo largo del tiempo, ya va siendo hora de que le prestemos la atención que merece.
lunes, 11 de enero de 2010
Cómics
Crecí leyendo tebeos. Para mí las aventuras de Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón o los Don Mickeys, por citar algunos de mis favoritos, eran objetos de culto en mis estanterías. Por lo que no es raro verme merodear por la biblioteca, a mis 28 años, en busca de viñetas atractivas.
Sin embargo, nunca tuve la necesidad de entrar en una tienda de cómics... hasta hace unos días.
Mi hermano es fan de "Death Note". Es una serie manga de terror e intriga que no se ha emitido aún por televisión en España, pero que cada día cuenta con más seguidores, bien gracias a Internet o por los propios cómics, que se pueden comprar en muchos establecimientos.
Los pasados Reyes quise ser original, así que me decidí por primera vez a visitar una de estas tiendas especializadas.
Llevaba un abrigo marrón de corte clásico, un jersey de cuello vuelto y unos vaqueros, pero cuando abrí la puerta me sentí como si estuviera desnuda.
Había unas diez personas en el local, hablando en voz alta y curioseando entre las pilas de libros, hasta que entré. En ese momento, todos aquellos jóvenes se callaron para mirarme atentamente, mientras sonaba de fondo el tilín-tilín de la campanita de la puerta.
Jamás me había sentido tan fuera de lugar y tan cortada al mismo tiempo.
Con un alarde de gallardía les devolví la mirada y yo también les estudié a ellos.
Aparentaban tener la misma edad. Eran delgaditos, blancuchos, algunos con gafas, otros sin ellas y con un estilo... "desconjuntado", por decirlo de alguna manera.
Pasados tres segundos, volvieron a sus quehaceres y yo me dirigí rápidamente al dependiente A, de aspecto heavy, para consultarle mi propósito.
Éste, amablemente, sacó unos cinco libros relacionados con los que estaba buscando y mientras me decidía, no pude evitar escuchar la conversación de aquellos seres que me rodeaban:
- ¡Buah, tío! -comentó uno de ellos- ¿Quién es esta tía?
Desde mi espalda no podía ver la escena, pero me imaginaba que estaban hablando de alguna mujer.
- Es una de las chicas Sekirei, ¿no la conocías?
- ¡Nooooooooo!, ¡pero está buenísima! ¿Cómo no me avisas de que salen estas cosas? -le reprendió al amigo.
- ¿Qué pasa? -preguntó otro de los dependientes desde el mostrador.
- ¡Cómo tienes un pivón así y no me dices nada!, ¡soy uno de tus mejores clientes!
Entonces aquel chico puso encima de la mesa el ejemplar que tanto lo había trastornado.
Su gran amor era el dibujo de una chica cuyos pechos sobrenaturales desafiaban todas las leyes gravitatorias y ocupaban la mitad de la portada del cómic. Creo que ahí fue cuando me di cuenta de que había cometido un error al haber pasado de la Fnac.
- Ya te vale. Ésta no te la perdono - amenazó el afectado. Tan dolido como si el dependiente B tuviese una prima cachondísima y soltera, que no le quiso presentar, y el chico hubiese perdido la oportunidad de conocerla.
-Lo siento, para otra vez, ya lo sé. Pero oye, ¿qué tal con el moco?
"¿El moco? ¿Había dicho el moco?", pensé. Desde ese momento ya no me sentí tan cohibida y la conversación adquirió hasta un interés antropológico.
- ¡Joeeer, tío! Acertaste de lleno, ¡mola un montón! ¡Es como blandiblú! Lo tengo colgado del ordenador.
No pude evitarlo, el signo del interrogante se podía ver en mi cara y el dependiente B no tardó en dirigirse a mí.
- ¡¿Tú también lo tienes?! -me preguntó emocionado.
- Síií -contesté irónica.
- ¡No digas, en serio! -contestó el dependiente A.
No me podía creer que no hubiese captado el tono.
- No, es broma -aclaré.
- ¿Pero te gustaría tener uno? -inquirió el dependiente B.
El peso de la situación se me echaba encima, tenía que responder y la curiosidad era tan poderosa...
- Bueeeeeno -contesté.
- ¡Es genial! ¡Es como blandiblú, pero es que además bota! Lo puedes desplegar como un moco y después hacer una bola con él y...
- ...Y si me aburro jugar a lanzarlo contra las paredes -completé.
- ¡Síiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Es increíble, en pleno siglo XXI hay un blandiblú que bota!
- Guau -le acompañé.
- No se hable más. Te vamos a dar uno. Ahora pertenecerás al selecto club del moco, ¡pero que sepas que no se lo damos a cualquiera!
- Todo un honor
Los ojos del dependiente B chispeaban con una luz especial, mientras añadía un paquetito a mi bolsa y yo no paraba de buscar la cámara oculta.
- Una cosa más... -tenía que preguntarlo.
- Dime -prestándome toda su atención.
- ¿No tendréis una figurita de Yuna?
Santas palabras.
- Bueno... Sí, pero es para mi hermano, que las colecciona.
- Si la tengo, la encontraré -dijo mientras buscaba afanoso en el ordenador- Mmmmm... Parece que no, ¡pero te la puedo pedir! -el brillo seguía en la mirada.
- ¿La tendrías para Reyes?
- Noooo... Lo siento, en estas fechas los envíos son complicados, pero mira, llévate el teléfono de la tienda y cuando quieras, nos llamas y te la conseguimos.
- Gracias, muy amable.
- Vuelve pronto, ahora ya eres de nuestro club.
- El del moco.
- Eso es -aseguró con una amplia sonrisa.
Días más tarde, mi hermano y yo abrimos curiosos el paquete. Era un moco, de eso no cabía la menor duda.
-Vaya frikis, ¿no? -dijo mi hermano.
- Deja que te cuente...
* "Final Fantasy" es una popular serie de videojuegos RPG producidos por la empresa japonesa Square Enix. Cada historia es independiente, pero todas se basan en la lucha del bien contra el mal en un universo fantástico, donde magos y guerreros imponen sus propias normas. Yuna es uno de los personajes principales de "Final Fantasy X".
viernes, 8 de enero de 2010
Rindiendo cuentas
Se acabaron las fiestas. La gente recoge los adornos y hace sitio en los armarios para los regalos de Reyes. Hay caras largas por la calle. Algunos vuelven a trabajar, como quien se despereza de un largo sueño; otros bendicen la llegada de la monotonía y otros tantos rezan para pagar los excesos.
Yo estoy agotada, pero no lo lamento. Me he dejado hasta los huesos por el camino buscando regalos, poniendo a punto la casa para las visitas, batiendo records de ingesta de cafés con los amigos y cumpliendo a raja tabla con la tradición. Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien. Y ahora, después de tanto alboroto, es la primera tarde que estoy sola en casa.
"Ya está. Esto es todo", le digo a la ventana con voz triste, mientras deja que eche un vistazo.
Fuera hace frío, parece que Siberia está más cerca de Galicia y los transeuntes se cobijan en los soportales. Se ven bolsas de rebajas y gorros de lana.
Pienso en si merece la pena celebrar la Navidad para que desaparezca tan pronto...
"Ayyyy...", suspiro. Depresión postvacacional.
No tardo en coger la bata y me pregunto cuándo fue la última vez que escuché música porque quería y no para matar el tiempo. Ya ni me acuerdo, así que escojo a Amy MacDonald y me dejo caer encima de la cama, pero en vez de relajarme siento que algo llama a la puerta. Mi 2009 no tarda en aparecer.
- Sabía que vendrías... Está bieeen... pasa -acabo por decir.
Me habla de malas sensaciones, disgustos y no muy buenas noticias, algún cabreo bestial y un esguince inoportuno. A mí ya me empieza a doler la cabeza, pero gracias a Dios no recuerda más detalles. Sin embargo, sí me cuenta ilusionado una excursión a Ourense y con ésas engancha un viaje a Lisboa y un fin de semana en Aveiro; recapitula sin esfuerzo largas Conversaciones y exige que las escriba con mayúscula; me explica miles de aventuras, vividas con viejos y nuevos amigos; se ríe; se pone romántico y me habla de amor hasta dejarme impresionada; además, dice que se ha memorizado cientos de películas, unos cuantos libros y ha hecho tres cursos online... "Y lo mejor", sentencia, "es que en todo este tiempo no he tenido que echar de menos a nadie".
Abro los ojos. A mi lado hay un calendario que pone 2010. Sonrío y le digo:
-No te tengo miedo.
Yo estoy agotada, pero no lo lamento. Me he dejado hasta los huesos por el camino buscando regalos, poniendo a punto la casa para las visitas, batiendo records de ingesta de cafés con los amigos y cumpliendo a raja tabla con la tradición. Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien. Y ahora, después de tanto alboroto, es la primera tarde que estoy sola en casa.
"Ya está. Esto es todo", le digo a la ventana con voz triste, mientras deja que eche un vistazo.
Fuera hace frío, parece que Siberia está más cerca de Galicia y los transeuntes se cobijan en los soportales. Se ven bolsas de rebajas y gorros de lana.
Pienso en si merece la pena celebrar la Navidad para que desaparezca tan pronto...
"Ayyyy...", suspiro. Depresión postvacacional.
No tardo en coger la bata y me pregunto cuándo fue la última vez que escuché música porque quería y no para matar el tiempo. Ya ni me acuerdo, así que escojo a Amy MacDonald y me dejo caer encima de la cama, pero en vez de relajarme siento que algo llama a la puerta. Mi 2009 no tarda en aparecer.
- Sabía que vendrías... Está bieeen... pasa -acabo por decir.
Me habla de malas sensaciones, disgustos y no muy buenas noticias, algún cabreo bestial y un esguince inoportuno. A mí ya me empieza a doler la cabeza, pero gracias a Dios no recuerda más detalles. Sin embargo, sí me cuenta ilusionado una excursión a Ourense y con ésas engancha un viaje a Lisboa y un fin de semana en Aveiro; recapitula sin esfuerzo largas Conversaciones y exige que las escriba con mayúscula; me explica miles de aventuras, vividas con viejos y nuevos amigos; se ríe; se pone romántico y me habla de amor hasta dejarme impresionada; además, dice que se ha memorizado cientos de películas, unos cuantos libros y ha hecho tres cursos online... "Y lo mejor", sentencia, "es que en todo este tiempo no he tenido que echar de menos a nadie".
Abro los ojos. A mi lado hay un calendario que pone 2010. Sonrío y le digo:
-No te tengo miedo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)