Cuando estaba en la universidad, mis primeros años los pasé en una residencia femenina de estudiantes y allí, los grupos se establecían dependiendo de en qué mesa te sentaras para comer o por afinidades de la tierra.
- ¿De dónde eres?
- ¿Yo?, de Galicia.
- ¡Anda, pues yo soy de Lugo!
- ¡No digas! ¡Qué alegría! -comentabas emocionada con ojos saltarines, a punto de brindarle un abrazo.
La verdad es que en cuanto pasas Los Ancares, el amor por las raíces se multiplica aunque estés a seis horas en coche de casa, y encontrarte a otro gallego fuera es oficialmente un motivo de celebración.
Pero volviendo a la historia, el caso es que, entre ésta y otras técnicas de socialización rápida, pronto formé parte de una cuadrilla de siete personas y mis estancias en Castilla y León se me hicieron más amenas.
Sin embargo, un día, en una de nuestras reuniones de habitación, noté una tensión no resuelta y decidí preguntar, abierta y repentinamente -soy asín de delicada-, si había algún problema.
Entre unas cosas y otras, el grupo me explicó que la cuestión era que no había manera de conocerme, que parecía tener cinco personalidades diferentes y además me mantenía esquiva, encerrada en mi habitación muchas veces, en vez de estar con ellas.
Creo que se me quedó cara de pez. Algo más o menos como eso de la izquierda.
No recuerdo ni lo que contesté, ni si supe contestar. Había tantos ojos mirándome y apoyando la tesis de la portavoz en busca de respuestas, que de repente comprendí lo que podía llegar a sentir un X-men desterrado por el mundo. Una pena no poder lucir el don de la invisibilidad.
Lo cierto es que, visto ahora desde la distancia, creo que nunca fui capaz de ser la misma persona en todo momento. Dentro de los límites de la cordura, tengo mil caras. La primera es la de siempre: seria, responsable, tímida, dulce, buena y tranquila. Pero después la cosa deriva.
Por ejemplo, también tengo muy mala leche. Y cuando me refiero a esto, no hablo de levantar la voz y ponerme como una loca cuando me enfadan, sino que las mato callando. Espero mi oportunidad y lapido sin compasión, claro que sólo cuando me hacen daño de verdad. Entonces el rencor y la venganza actúan en mi estómago y ya son imparables. Aún recuerdo a un pobre hombre atormentado al que le dije sin contemplaciones que le odiaba, a él sí que se le quedó cara de pez.
Además, debería aclarar que la timidez es por comodidad. Me gusta escuchar a la gente. Si ellos tienen algo que decir, yo no voy a interrumpirles, pero si la cosa muere, tengo un cuestionario infinito para resucitarla o cientos de anécdotas que dando unas vueltas hasta caben sin calzador.
Distinta situación se da en esos comienzos de curso, donde no conoces a nadie de la clase o estás haciendo un trabajo de grupo y hay que exponer ideas. Ante el silencio me activo como un despertador y empiezo a soltar paridas, pero una detrás de otra, aunque esté poniéndome en ridículo. En ese caso pierdo la vergüenza. Igual que si me dan un micrófono y me filman con una videocámara. La muñeca triste de la estantería se convierte en Paula Vázquez, claro que con otro cuerpo. Y si ponen música, ya... Bueno, ¡soy la reina de la disco! Úuhhh-Úuhhh...
Otro factor a tener en cuenta es si hay niños delante, sólo niños. Si veo a un adulto no será lo mismo, pero si estoy sola con ellos es muy posible que ponga la casa patas para arriba; saque de los armarios lo que sea, sin normas ni leyes; y lo mismo convierto todo en una peli de vaqueros, que en un culebrón con playmóbiles. Igualmente, saltaré encima de las camas y jugaremos a la pilla sin luz. Tampoco hablaré de hipotecas ni de trabajo, sólo de las más insólitas noticias, cuentos o historias que hayan pasado por mis oídos, y sé que tengo más que edad para ser adulta, pero si puedo elegir, nunca me sentaré en un banquete en la mesa de los mayores en el caso de que haya gente menuda a mi alrededor.
Por si fuera poco, soy terriblemente infantil y me pueden los dibujos animados, los peluches y demás cosas bonitas, aunque eso nunca lo notarán en la oficina.
Por otro lado, cuando me veas calmada haciendo un examen sólo tendrás que observar mis piernas para darte cuenta de que las balanceo a la velocidad de la luz y en mis brazos abiertos dando un discurso, los músculos tiritarán, aunque nadie lo perciba. La misma impresión, pero llevada al extremo del miedo, la padezco con la oscuridad. No soporto dormir sin una luz encendida, por eso intento acostarme antes de que lo haga el resto de mi familia, para sentirme segura. Siempre pienso que hay alguien más en la habitación y que no podré verlo ni reaccionar a tiempo. Los ruidos, por la noche, tampoco me ayudan.
Sin embargo, subida en mi coche, con mi cazadora de cuero, no conozco los límites y paseo por la jungla de asfalto como James Bond en su Aston Martin y eso que antes tenía un Renault-5, pero desgasté las ruedas en las montañas. Precisamente, desde allí, solía mirar al vacío, hasta que mi novio temblando me decía que me echara atrás, y es que, si hay algún lugar por descubrir, seré la primera en pisarlo. De hecho, mi ambición por viajar vuelve locos a mis padres, que se echan las manos a la cabeza agotados, cada vez que les explico todo lo que he pensado hacer y hasta dónde voy a ir. Subiendo ruinas soy Indiana Jones y preparando rutas, mejor que la guía Repsol.
Pero a la hora del atardecer, no quiero saber nada de nadie, sólo mirar cómo el cielo se pone naranja mientras escribo impresiones en mi diario, dibujo o busco nuevos libros que leer. De fondo sonará la música, Frank Sinatra o Norah Jones, cualquiera que me haga sentir bien. Y no pensaré en nada más que en relajarme.
Así que... bueno, después de tanto tiempo, puedo darles la razón, pero mucho me temo que no voy a cambiar nunca.
Cuando era pequeña, el mejor momento del día era aquel en el que me balanceaba en un columpio, levantaba la cabeza hacia el cielo y creía que podía volar. Ahora he crecido, ya no quepo en los columpios, pero desde esta esquina del mundo pretendo recrear esa sensación de libertad, donde cualquiera puede tocar el firmamento con la punta de los dedos.
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