Antes de que las letras me arrastraran hacia ellas y me dijesen "Tú me perteneces", competían seriamente con lápices de colores, carboncillo y óleos. No paraba de dibujar.
Al principio, intentaba reproducir la realidad y escogía una escena que me parecía fácil. Podía ser un jarrón con flores, una fotografía de algún paisaje... algo que conociera muy bien. Y entonces, cuando estaba haciendo el trazado, me daba cuenta de que realmente... Sí, lo había mirado, varias veces, pero en ninguna de ellas le había prestado toda mi atención. Siempre había cosas que se escapaban a la vista.
El jarrón no sólo tenía rosas, también llevaba diminutas flores silvestres, campanillas violetas de pétalos puntiagudos y en aquel acantilado donde batían las olas, había una cueva, que posiblemente se pudiera visitar al bajar la marea.
Cada vez que pintaba, me sumergía en aquellos mundos. Por simples que parecieran, siempre tenían algo que ofrecer y conseguía abstraerme hasta olvidar que estaba en un taller o en mi habitación. Me transportaba al lienzo, allá donde fuera.
Después, cuando acababa, nunca era una copia perfecta. No podía hacerlo, aunque me lo propusiese, midiera a escala las proporciones y usara cuadrícula. Siempre había algo de mí que se ponía por encima de la lógica.
Lo entendí cuando me pasé al retrato. Objetivamente, podría decir "Es verdad, no se parece", pero es que yo lo veo así. No son sólo líneas, hay más. La realidad se queda corta.
Ahora hace mucho que no dibujo. Para hacerlo, necesito sentirme libre y tengo muchos asuntos que arreglar, sin embargo, mis neuronas son galerías de cuadros.
El último lo memoricé anteayer.
Hay una chica rubia embarazada, apoyada sobre sus rodillas encima de un sofá, usando el respaldo como el alfeizar de una ventana. Sonriente, mira a otras tres que están sentadas alrededor de una mesa de cocina, a un metro de ella. La que está hablando lima concentrada sus uñas con las piernas cruzadas y una profunda melena negra que enmarca su cara. A su lado, con aire infantil, otra la mira atentamente, con el codo sobre el mantel y reclinada en su asiento, en una curiosa postura. La cuarta analiza el momento, fumando enfrente su cigarrillo, entre botellas, copas y un bol de fresas con nata.
Todas saben que falta una más, que no pudo venir, pero que le gustaría estar con ellas.
Por las paredes, se cuela la luz del atardecer.
Cuando lo haga, no tendrá nada que ver las fotos que sacamos, pero sí sentiré más de una sensación a la vez.
Cuando era pequeña, el mejor momento del día era aquel en el que me balanceaba en un columpio, levantaba la cabeza hacia el cielo y creía que podía volar. Ahora he crecido, ya no quepo en los columpios, pero desde esta esquina del mundo pretendo recrear esa sensación de libertad, donde cualquiera puede tocar el firmamento con la punta de los dedos.
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