De repente, la familia invade la casa; te quedas sin mando a distancia y estás obligado a ver películas de vaqueros del canal Popular TV; pierdes tu sillón preferido; los villancicos te persiguen en sueños, donde aparece Raphael cantando el Camino que lleva a Belén; te atiborras de comida innecesaria que después tardarás todo el año en bajar; pasas mañanas enteras aspirando cáscaras de nueces y marisco; te gastas el poco dinero que tienes en regalos estúpidos, que muchos acabarán en la reventa de Ebay... El consumismo es una rueda necesaria e imparable.
Pero tengo que decirlo, sin estas fiestas nada sería lo mismo.
En primer lugar, no tendría ninguna anécdota qué contar aquí, y en segundo lugar, me pierde la magia.
No hay otro momento del año en el que tú veas a los niños más alegres, más nerviosos y más emocionados. Y no por los juguetes -el catálogo de El Corte Inglés es muy importante- pero, lo que realmente les cautiva, es ese día crítico en el que tres presencias entrarán en sus casas de una forma inexplicable.
Darán vueltas en la cama y les costará dormirse porque algo maravilloso va a pasar. Les puede el miedo, pero también la curiosidad, y la imaginación se catapulta, de tal manera, que hasta son capaces de ver sombras de camellos atravesando el pasillo. Algo que compartimos a su lado, haciéndonos cómplices del juego.
Sin embargo, si no hay críos, cuando se es adulto, la niñez se guarda en un cajón y esa ilusión se racionaliza hasta que, simplemente, desaparece. Todo nos resulta tedioso y pesado, ¿para qué decorar la casa?, ¿para qué pasar horas cocinando? Pero, ¿por qué?, ¿simplemente porque no es verdad?
La magia es como el amor, hay que esforzarse para que vivan, hay que creer y entonces, en esa mesa de Navidad, nos daremos cuenta del tiempo que hacía que no comía la familia reunida; en el regalo especial que buscamos, nos olvidaremos de nosotros, para pensar en la persona a la que queremos, y quizás descubramos que había aspectos de ella que no conocíamos; o sin que sea alguien querido, un pariente lejano, por ejemplo, que puede que, preguntándole por sus aficiones, tenga alguna historia apasionante que contar.
También vendrán los recuerdos de aquellas personas que faltan, con tristeza, pero con mucho cariño. Y puede que nos encontremos pronunciando en voz alta comentarios triviales que ellos dirían si estuvieran aquí, del tipo de "Ese pollo no tiene sal" -a pesar de que llevase puñados encima- provocando la risa de toda la mesa.Eso es lo fundamental y todo lo demás, son chistes asegurados para superar con humor la resaca navideña.
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