Una vez al año, Lalín huele a caldo, de carne, grelos, patatas y garbanzos. Se degustan orejas, se paladean las filloas y se acompaña el café con rosquillas. Días antes, en las cocinas de las casas no se para de trabajar. Ante el frío de febrero, las chimeneas echan humo y las sillas de los comedores empiezan a moverse. Hay visitas que atender.
Algunos hablan de su tierra y se paran en los paisajes, en la gente... Yo sé que estoy en casa cuando mis tíos o las niñas te abren la puerta, te dan dos besos y de fondo, se oye a una pota burbujear, con ese calorcillo de la comida casera.
Toda la familia se levanta para recibirte y sobre la mesa descansa el pan crujiente, las copas y un mantel blanco nuclear.
¿Qué tal?, ¿cómo va todo?, te pregunta Busto y sabes que detrás hay una preocupación sincera. Entonces cuentas tus historias, las penurias del día a día, mientras Mari da vueltas al cucharón, buscando en la olla respuestas.
De una forma resuelta, llena unas tres bandejas de comida, te pide que no esperes gran cosa, aunque todo esté delicioso y resuelve tus dudas con el caso de O Chicharreiro, vecino de los Buxán, al que le pasó algo parecido y al final, "non lle saíu mal o conto".
En medio de la anécdota, aparece mi padre en la cocina y haciendo que escucha, va picando poco a poco la montaña de orejas, llevándoselas de una en una al salón. Cuando mi tía termina de hablar, él ya va por la quinta y sin vergüenza ninguna, comenta con la boca llena lo buenas que están.
- ¡Desgraciado! -le dice mi madre, advirtiendo de repente la estrategia- ¡Sabes que estás a dieta! ¿Cuántas llevas?
- Muy pocas -responde con los bigotes llenos de azúcar- Mi barriga no lo notará -añade frotándose su querido almohadón con ojitos inocentes.
- Déjalo, mujer -interviene Mari riéndose- Un día es un día. Y esto... ya está ¡Venga, todos a la mesa! -apremia.
En un segundo se abandonan los periódicos y los videojuegos y todos ocupamos nuestras posiciones. El silencio se alterna con algún que otro comentario hasta que llegamos al postre. Entonces vienen los recuerdos, hablando de infancias compartidas, travesuras o relatos difíciles de creer, pero tan reales como la vida misma. Así me entero de que mi tío Manolo, de joven, era un vendedor profesional, que le calzó una enciclopedia a mi padre, una bufanda a mi tía y unos manteles a mi madre. Todo por sacarse unas pelas para el fin de semana. Sin embargo, él resultó ser el más sorprendido porque no se acordaba de nada.
En esa línea, mi padre retrocede en el tiempo a la época en la que ellos dormían juntos en la habitación, bajo el desván, en una casa antigua de suelos de madera. Una de esas noches, se despertaron porque caían gotas desde el techo en sus camas, pero vieron como afuera no llovía, así que llamaron a mi abuela. Cuando ésta localizó la procedencia de la fuga, dejó que el líquido cayera en sus manos y lo olió detenidamente.
-Esto no es agua, son meos -razonó, mientras se oía maullar por arriba a los gatos.
La juerga se prolonga con el café y sin darnos cuenta nos dan las cuatro y media de la tarde. Tras la siesta, un documental y el repiqueteo de los cacharros fregándose, decidimos salir a dar un paseo, pero tenemos que esperar por mi padre, porque, según sus palabras, está jugando el partido del año con mi prima Fátima a la Wii.
- ¡Quedan ocho segundos! -nos grita mientras vamos cerrando la puerta.
Bajamos en el ascensor, salimos del portal y mi padre no aparece todavía. Estábamos llamándole por el telefonillo cuando lo vemos venir corriendo.
- Ya está, le gané, por un punto -explica satisfecho.
Juntos, decidimos visitar a mi tía Beatriz, dos calles más abajo, sólo para saludar, pero acabamos sentados en el salón, esperando a mi prima María José y a su hijo, con algún que otro chiste, hasta que hace su entrada el pequeño Guillermo.
Entonces mis guantes se transforman en una pelota y la pasamos de mano en mano haciéndolo rabiar, como en un corro. Está tan nervioso que le va a dar algo.
Yo podría seguir jugando, pero el reloj no espera y tenemos que volver a casa. Aún queda hora y media de viaje y las despedidas, como temía, harán más difícil el irse.
Comienza el desfile de besos y abrazos. Volved pronto, que os vaya bien, tened cuidado en la carretera...
Cuando arranca el coche, ya estamos agotados y aún así he de reconocer que es una pena que el día no tenga 48 horas.
Cuando era pequeña, el mejor momento del día era aquel en el que me balanceaba en un columpio, levantaba la cabeza hacia el cielo y creía que podía volar. Ahora he crecido, ya no quepo en los columpios, pero desde esta esquina del mundo pretendo recrear esa sensación de libertad, donde cualquiera puede tocar el firmamento con la punta de los dedos.
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