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miércoles, 24 de febrero de 2010

El cofre del tesoro 2

Hubo una época en la que sólo se me pasaba por la cabeza ser arqueóloga. Pensaba en las pirámides de Egipto, en Stonehenge, en los restos romanos y la impresión de pasar mis manos sobre los vestigios del tiempo.
Era una chiquilla y ya quería viajar.
Me imaginaba en medio de una excavación, con la frente sudorosa.

- ¡Eeeeehhh, creo que he encontrado algo! -gritaría.
El equipo se reuniría a mi alrededor y limpiaríamos con cuidado el objeto.

- ¡Mirad -diría el director- parece una talla en piedra!
Podía verme perfectamente, examinando con lupa los detalles, mientras entraba de lleno en la historia y una voz como la de Constantino Romero decía: Hace siglos, en este lugar, vivió una civilización distinta a la nuestra, con otros dioses, otras costumbres y un mensaje que transmitir.
Pero en algún momento el disco se rayaba y aparecía en la playa, en verano, con una palita de plástico y una montaña de arena a mis espaldas.
Sé que no tenía mucho sentido, pero yo nunca perdía la ilusión. Así que cuando ya casi no alcanzaba el fondo del agujero y me tenía que inclinar para sacar a puñados lo que podía, sin ver y valiéndome del tacto, tropecé con algo metálico.

- Esto... ¡Es una moneda!

Seguí escarbando como una loca y pronto salieron a relucir 100 pesetas, 25 y dos de cinco.
¡Era rica!
Bueno, no lo era, pero para un niño en esas circunstancias, supone tanto como encontrar un denario.
Tardé cinco segundos en llegar a las toallas de mi familia y hacerlo público.

-¡Caramba! ¡Qué suerte! Se le debieron de caer a alguien del bolsillo del bañador hace años -explicó mi padre.
- ¿Muchos años? -le pregunté.
- Depende de la profundidad del agujero.
- ¡Es profundísimo!
- Pues entonces deben ser monedas muy antiguas.
- Mil...novecientos...cincuenta y siete -leí. ¡¡1957!! -repetí emocionada.

Estaba alucinando, realmente tenía madera de arqueóloga y quién sabe lo que podría encontrar si seguía con el agujero. La fiebre del oro se apoderó de mí y estaba dispuesta a levantar todo el arenal.
Ante mi ferviente actividad, un grupo de niños se acercaron a preguntarme qué estaba haciendo y en cuanto les conté mi descubrimiento, se unieron con un ejército de palas.

- Este es Pablo, puede recoger la arena con su camión, para hacer sitio -me sugirió uno de ellos.
- Adelante. Cuantos más, mejor.
- ¿Y qué pasará si encontramos algo? -intervino otro.
- Depende de lo que sea, podemos repartírnoslo.
- ¿Os imagináis que saquemos un cofre enterrado?
Las expectativas de todos se catapultaron hacia el infinito.
- ¡Venga, manos a la obra!

Pasamos toda la tarde excavando. Encontramos una chapa, un trozo de red, unas cuantas caracolas pequeñas, caparazones de moluscos, un extraño muñequito de plástico* y una canica. Ni baúles, ni doblones, ni nada de valor, pero nadie se fue defraudado. Por un día, habíamos sido auténticos profesionales, así que cada uno cogió algo de la pila de hallazgos, lo que más le gustaba y se marchó satisfecho para casa, con miles de fantasías en mente.

En cuanto al dinero del principio, por supuesto, lo invertí en gusanitos y un tebeo de Don Mickey.
Y sin embargo, no me acordaría de nada, si no tuviera una concha de nácar rosa metida en una caja.




*El extravagante muñeco de plástico que por aquel entonces ninguno de los expedicionarios reconoció se trataba de MIM, las siglas de Mi Inteligente Muñeco. Al parecer, era la mascota de un programa de Televisión Española, emitido en 1984 y presentado por Isabel Gemio, que se llamaba "Los sabios".
Y todo esto lo averigüé ahora, porque se me ocurrió buscar en Google "muñeco rosa de los 80". El pasado siempre vuelve.




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