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miércoles, 24 de febrero de 2010

El cofre del tesoro 2

Hubo una época en la que sólo se me pasaba por la cabeza ser arqueóloga. Pensaba en las pirámides de Egipto, en Stonehenge, en los restos romanos y la impresión de pasar mis manos sobre los vestigios del tiempo.
Era una chiquilla y ya quería viajar.
Me imaginaba en medio de una excavación, con la frente sudorosa.

- ¡Eeeeehhh, creo que he encontrado algo! -gritaría.
El equipo se reuniría a mi alrededor y limpiaríamos con cuidado el objeto.

- ¡Mirad -diría el director- parece una talla en piedra!
Podía verme perfectamente, examinando con lupa los detalles, mientras entraba de lleno en la historia y una voz como la de Constantino Romero decía: Hace siglos, en este lugar, vivió una civilización distinta a la nuestra, con otros dioses, otras costumbres y un mensaje que transmitir.
Pero en algún momento el disco se rayaba y aparecía en la playa, en verano, con una palita de plástico y una montaña de arena a mis espaldas.
Sé que no tenía mucho sentido, pero yo nunca perdía la ilusión. Así que cuando ya casi no alcanzaba el fondo del agujero y me tenía que inclinar para sacar a puñados lo que podía, sin ver y valiéndome del tacto, tropecé con algo metálico.

- Esto... ¡Es una moneda!

Seguí escarbando como una loca y pronto salieron a relucir 100 pesetas, 25 y dos de cinco.
¡Era rica!
Bueno, no lo era, pero para un niño en esas circunstancias, supone tanto como encontrar un denario.
Tardé cinco segundos en llegar a las toallas de mi familia y hacerlo público.

-¡Caramba! ¡Qué suerte! Se le debieron de caer a alguien del bolsillo del bañador hace años -explicó mi padre.
- ¿Muchos años? -le pregunté.
- Depende de la profundidad del agujero.
- ¡Es profundísimo!
- Pues entonces deben ser monedas muy antiguas.
- Mil...novecientos...cincuenta y siete -leí. ¡¡1957!! -repetí emocionada.

Estaba alucinando, realmente tenía madera de arqueóloga y quién sabe lo que podría encontrar si seguía con el agujero. La fiebre del oro se apoderó de mí y estaba dispuesta a levantar todo el arenal.
Ante mi ferviente actividad, un grupo de niños se acercaron a preguntarme qué estaba haciendo y en cuanto les conté mi descubrimiento, se unieron con un ejército de palas.

- Este es Pablo, puede recoger la arena con su camión, para hacer sitio -me sugirió uno de ellos.
- Adelante. Cuantos más, mejor.
- ¿Y qué pasará si encontramos algo? -intervino otro.
- Depende de lo que sea, podemos repartírnoslo.
- ¿Os imagináis que saquemos un cofre enterrado?
Las expectativas de todos se catapultaron hacia el infinito.
- ¡Venga, manos a la obra!

Pasamos toda la tarde excavando. Encontramos una chapa, un trozo de red, unas cuantas caracolas pequeñas, caparazones de moluscos, un extraño muñequito de plástico* y una canica. Ni baúles, ni doblones, ni nada de valor, pero nadie se fue defraudado. Por un día, habíamos sido auténticos profesionales, así que cada uno cogió algo de la pila de hallazgos, lo que más le gustaba y se marchó satisfecho para casa, con miles de fantasías en mente.

En cuanto al dinero del principio, por supuesto, lo invertí en gusanitos y un tebeo de Don Mickey.
Y sin embargo, no me acordaría de nada, si no tuviera una concha de nácar rosa metida en una caja.




*El extravagante muñeco de plástico que por aquel entonces ninguno de los expedicionarios reconoció se trataba de MIM, las siglas de Mi Inteligente Muñeco. Al parecer, era la mascota de un programa de Televisión Española, emitido en 1984 y presentado por Isabel Gemio, que se llamaba "Los sabios".
Y todo esto lo averigüé ahora, porque se me ocurrió buscar en Google "muñeco rosa de los 80". El pasado siempre vuelve.




lunes, 22 de febrero de 2010

Arte


Esta semana, en otra de mis locuras, decidí asistir a una clase magistral que daba el director Jem Cohen sobre su trabajo.
Siendo sincera, nunca había oído hablar de él, tuve que hurgar en Internet para enterarme de que era uno de los exponentes del cine independiente estadounidense (que me perdonen sus seguidores) y acudí al encuentro sin esperar nada en particular, haciendo gala de mi tiempo libre y mi curiosidad. Pero la verdad es que desde el principio, cuando Cohen llegó a la sala y empezó a hablar, ya me cayó bien. Era muy simpático y muy cercano, con chistes improvisados en el momento. Además, buscaba constantemente la participación del público, con mucho respeto, y no pretendía que fuese una de esas conferencias en las que el protagonista vierte su ciencia como la única verdad posible, sin dar pie a interrupciones o comentarios (cuántos profesores deberían revisar su forma de dar clase)
Después, empezó a proyectar sus obras.

Mi primera reacción fue "Oh-no, dónde me he metido" y ya le estaba encasillando en la caja de los bichos raros. Sin embargo, otro de mis lemas en la vida es "De todo se aprende y de lo malo, se aprende el doble", una frase robada de Scorsese. Es por eso que soy incapaz de dejar a medias un libro, una película, lo que sea, por intragable que resulte, hasta llegar al final y emitir un juicio. Gracias a ello, he aprendido a sacar rentabilidad de todo lo que hago. Para mí no hay tiempo perdido, siempre encontrarás algo que merezca la pena y en ocasiones, lo que te puede parecer un rollo, acaba siendo todo un descubrimiento, como ocurrió en este caso.

Jem Cohen rueda películas como podría hacerlo cualquiera, coge la cámara y se lanza a la calle, busca, observa. La luz es natural, los encuadres no son siempre profesionales, no hay actores, tampoco hay un diálogo, sólo el sonido del momento o aquellos que quiso escoger, pero sin ser melódicos necesariamente.
Es decir, que el trabajo de edición y montaje es mínimo.
Y aquí viene lo sorprendente.

Esas imágenes, sueltas, sin tener en apariencia un hilo conductor, acaban llenándose de múltiples significados.
Para mí, tal y como le expliqué en mi turno de preguntas, en referencia a unos documentales sobre Nueva York, me había abierto una ventana a la otra realidad de EEUU, donde no había gente guapa y las diversas razas poblaban cualquier calle, no sólo "el barrio de". Contemplé actitudes grotescas, estravagantes, la incapacidad de ver más allá de la bandera, con el peligro que supone y también percibí tristeza y ansiedad, pobreza, desesperación...
Y lo único que había hecho este hombre era pasear por la ciudad, pero nada de lo que rodó sale en los informativos.
Por otro lado, también encontré fotografías excepcionales de cosas que en un principio nadie consideraría bonitas. En particular, me llamó muchísimo la atención la belleza de la silueta de dos obreros que estaban picando las aceras mientras atardecía y cómo las cintas rojas y blancas que acotaban la zona se habían soltado y bailaban en el aire, en primer plano. Seguro, que en ese momento, hordas de turistas estarían llenando sus cámaras con la Estatua de la Libertad.

Es decir, lo que me hubiese perdido si no tuviera paciencia.
Sin embargo, es cierto que habría muchas personas entre el público que estarían aburridas o cansadas, porque no les llegó ese mensaje y que creerían que yo era una flipada al agradecerle a Cohen su trabajo.
Puede ser, pero en esas diferencias reside el arte. No llega igual para todos, algunos necesitan una explicación, otros se aferran al realismo y a las normas de cómo se tienen que contar las cosas. Unos ven demasiado, otros no ven nada y se van, sentenciando "que no y que no, que es horrible y no me gusta"... Yo pienso que lo mejor es esforzarse y buscar, quizá no coincidamos con lo que el artista quería decir, pero si sentimos algo, habrá merecido la pena.

jueves, 18 de febrero de 2010

Disfraces

El Carnaval es una oportunidad de romper con las reglas y de reírse de todo y de todos. Se hacen cosas tan ilógicas como llevar pelotas de porexpán en la espalda, a modo de bolas de oxígeno, para parecerse a un glóbulo rojo o cargar con una escalera de metal y tirar de una cabra de cartón con el fin de recrear, en la calle, un espectáculo gitano. Los hombres se visten de mujeres y las mujeres de hombres. El que antes era tímido se pone a gritar con un megáfono que abran paso a los bomberos y aquel que no tiene ni pajolera idea de inglés lo chapurrea como si fuese un auténtico british.
Yo hacía mucho tiempo que no me camuflaba entre la densa fauna verbenera, pero finalmente me convencieron para maquillarme toda la cara de blanco y convertirme en gato con cuatro pinceladas estratégicas. Al salir del coche, la gente maullaba a mi lado.
Un poco más abajo, una simpática andaluza que no se había depilado el pecho nos comentaba que hacía mucho frío en esta ciudad, preguntándonos quienes éramos:

- Aquí los tres lindos gatitos -respondió Paula.
- Pué a ver si a base de añarasos, conseguí abrir paso, porque con toa esta gente no se pué andar.

Tenía razón, la calle estaba abarrotada y había más personas fuera que dentro de los bares. Todos intentaban adivinar de qué iban unos y otros.

- ¿Viste a los Snorkels?
- No, pero aquel Tetris está muy logrado.

La mejor puesta en escena era la de unas azafatas varoniles, que decían tener procedencia polaca, y que en grupo explicaban, cuando fuera necesario, dónde estaban las salidas de emergencia y cómo ponerse la máscara de oxígeno.
La función se vio interrumpida por una carroza descarriada del desfile del fin de semana, que se dedicó a chiringar agua a todos los presentes, por lo que tuvimos que guarecernos con cuatro vikingos, un ninja y algún que otro pirata en un soportal.
Al volver a nuestro camino, perdimos al resto del grupo y le pedimos a un Frankenstein de dos metros que nos ayudara a encontrarlo tras describirle cómo iban vestidos. Con la mano en la frente, oteando el horizonte, señaló con su enorme dedo en una dirección (Era mudo). Le dimos las gracias mientras se alejaba a pasos agigantados.
No tardé mucho en sentir dos golpecitos en la espalda. Dos hombres, ataviados con riendas y minipantalones de cuero de estilo sadomasoquista, sujetaban a un tercero que llevaba la cara encapuchada y esposas en las manos.

- ¡Esclavo, di hola a las gatitas! -ordenaron.
- Mmmoommmaa -contestó el preso como si tuviera una pelota en la boca.
Levanté la mano para saludarle, con cierto miedo, la verdad, pero al rato los individuos reprendieron tajantes:

- ¡Déjalo, esclavo. Son unas antipáticas! -mientras tiraban de él como si fuera un carro.

 Aún sorprendida por el arranque, sentí que decían a nuestro lado:

- ¡Mirad, van de Kiss!
- ¿De Kiss? -pregunté buscando la procedencia de la voz.
- ¿No vais de Kiss? -incidió el asesino de Scary Movie ilusionado.
- No, somos gatos.
- ¿Qué tipo de gatos van sin cola y sin orejas?
- Unos que tuvieron que improvisar.

De repente, mi amiga Elena reclamó mi atención:

-¡Mira, son los Janeiro! ¡¡Quiero una foto con Jesulín!! - y salió corriendo hacia ellos.

Allí estaba la familia al completo, el padre, el hijo, otros tantos toreros y un par de conejitas playboy subidas en un carromato donde se leía claramente el letrero de "Anviciones". Enseguida la contentaron, siempre tan agradables con sus fans.
Con tanta fiesta, el ritmo de la noche avanzaba frenéticamente bajo los efectos del alcohol. Tanto fue así, que empezamos siendo tres las disfrazadas, de un total de siete personas y al final, entre los que iban "de calle", salió una ladrona con antifaz, una india con plumas y un mimo. Lo que dan de sí un par de pinturas.
De esta guisa, bailamos la conga con un Internet Explorer, el Word y todo el pack de Office, maullamos a otras quince gatitas e intentamos ir hacia atrás siguiendo a Michael Jackson.
En el último pub, arrinconados por la gente, escuchamos a un gitano decir que estaba hasta el culo de su amigo el conejo porque intentaba ligar con una valkiria, mientras que él quería largarse del garito. En medio del cabreo conocimos a Tutankamon. Está vivo y tiene miles de años, pero se conserva como si tuviera cincuenta. Tal es la magia de los egipcios. Cuando se fue, con su corte faraónica, vino en su lugar una langosta cansada de pasar frío, pese a que llevaba el pantalón del pijama y unos leggins naranjas tapando sus piernas.

- Pero un chicarrón del norte como tú, ¿cómo vas a tener frío así? -le espetó Elena.
- Porque soy del norte, pero no de Alaska -contestó.

Tras eso, el tema de conversación empezó a desviarse sobre si realmente era un camarón, un lubrigante o un cangrejo ermitaño. Él defendía que lo determinaba la longitud de sus antenas, pero todavía no lo tengo claro.
Lo que sí sabía es que me tenía que ir antes de que el desvarío me hiciese perder la cabeza.
Aún tuve que aguantar algún cachondeo más en el coche, no todos los días se ve a un minino al volante. Después de unas cuantas fotos, conseguí dejarlo aparcado y subir a casa. Al guardar las llaves tropecé con el espejo de la entrada, había un gato negro mirándome.

- Maaaaaauuuuuuuu -me dijo.
- Buenas noches, que duermas bien.

jueves, 11 de febrero de 2010

El peso de la mochila

Todos tenemos alguna razón para estar tristes. Las cosas no son nunca como uno cree que van a ser. Pero por el hecho de que sean diferentes a lo que esperábamos, ¿son peores? No. Puede que incluso el haber pasado por determinadas experiencias, nos lleve a un futuro mejor o que aprendamos, gracias a ello, a conocernos aún más a nosotros mismos, a los que nos rodean y a aquellos que ya no están.
Mala suerte, buena suerte... ¿Quién sabe? Todo es relativo. Y la vida da tantas vueltas...
En mi caso, precipitarme e intentar vislumbrar un horizonte determinado es una insensatez, porque esto no sigue un esquema ni hay nada seguro. Podría frustrarme innecesariamente, tener razones para ser feliz y no reconocerlas, porque no se corresponden con lo que había imaginado.
Sin embargo, sí puedo soñar. De hecho, es necesario, para poder escalar, intentar lo que parece imposible. Sólo así podría hacerlo realidad, pero con una condición, que en ningún momento me olvide de lo que ya llevo en mi mochila.
Y recordando a Clooney en "Up in the air", siempre viajaremos con ella cargada. Sin ese peso, no seríamos nada, seres grises, en una habitación vacía.
En la mía tengo a mi familia, a mis amigos, a mi pareja, recuerdos, sensaciones, sentimientos, canciones, poemas, olores, chistes, cuentos... y tanto más.
Pero lo mejor es que busques en la tuya, a ver qué es lo que encuentras.

martes, 9 de febrero de 2010

Reuniones familiares

Una vez al año, Lalín huele a caldo, de carne, grelos, patatas y garbanzos. Se degustan orejas, se paladean las filloas y se acompaña el café con rosquillas. Días antes, en las cocinas de las casas no se para de trabajar. Ante el frío de febrero, las chimeneas echan humo y las sillas de los comedores empiezan a moverse. Hay visitas que atender.
Algunos hablan de su tierra y se paran en los paisajes, en la gente... Yo sé que estoy en casa cuando mis tíos o las niñas te abren la puerta, te dan dos besos y de fondo, se oye a una pota burbujear, con ese calorcillo de la comida casera.
Toda la familia se levanta para recibirte y sobre la mesa descansa el pan crujiente, las copas y un mantel blanco nuclear.
¿Qué tal?, ¿cómo va todo?, te pregunta Busto y sabes que detrás hay una preocupación sincera. Entonces cuentas tus historias, las penurias del día a día, mientras Mari da vueltas al cucharón, buscando en la olla respuestas.
De una forma resuelta, llena unas tres bandejas de comida, te pide que no esperes gran cosa, aunque todo esté delicioso y resuelve tus dudas con el caso de O Chicharreiro, vecino de los Buxán, al que le pasó algo parecido y al final, "non lle saíu mal o conto".
En medio de la anécdota, aparece mi padre en la cocina y haciendo que escucha, va picando poco a poco la montaña de orejas, llevándoselas de una en una al salón. Cuando mi tía termina de hablar, él ya va por la quinta y sin vergüenza ninguna, comenta con la boca llena lo buenas que están.

- ¡Desgraciado! -le dice mi madre, advirtiendo de repente la estrategia- ¡Sabes que estás a dieta! ¿Cuántas llevas?
- Muy pocas -responde con los bigotes llenos de azúcar- Mi barriga no lo notará -añade frotándose su querido almohadón con ojitos inocentes.
- Déjalo, mujer -interviene Mari riéndose- Un día es un día. Y esto... ya está ¡Venga, todos a la mesa! -apremia.

En un segundo se abandonan los periódicos y los videojuegos y todos ocupamos nuestras posiciones. El silencio se alterna con algún que otro comentario hasta que llegamos al postre. Entonces vienen los recuerdos, hablando de infancias compartidas, travesuras o relatos difíciles de creer, pero tan reales como la vida misma. Así me entero de que mi tío Manolo, de joven, era un vendedor profesional, que le calzó una enciclopedia a mi padre, una bufanda a mi tía y unos manteles a mi madre. Todo por sacarse unas pelas para el fin de semana. Sin embargo, él resultó ser el más sorprendido porque no se acordaba de nada.

En esa línea, mi padre retrocede en el tiempo a la época en la que ellos dormían juntos en la habitación, bajo el desván, en una casa antigua de suelos de madera. Una de esas noches, se despertaron porque caían gotas desde el techo en sus camas, pero vieron como afuera no llovía, así que llamaron a mi abuela. Cuando ésta localizó la procedencia de la fuga, dejó que el líquido cayera en sus manos y lo olió detenidamente.

-Esto no es agua, son meos -razonó, mientras se oía maullar por arriba a los gatos.



La juerga se prolonga con el café y sin darnos cuenta nos dan las cuatro y media de la tarde. Tras la siesta, un documental y el repiqueteo de los cacharros fregándose, decidimos salir a dar un paseo, pero tenemos que esperar por mi padre, porque, según sus palabras, está jugando el partido del año con mi prima Fátima a la Wii.

- ¡Quedan ocho segundos! -nos grita mientras vamos cerrando la puerta.

Bajamos en el ascensor, salimos del portal y mi padre no aparece todavía. Estábamos llamándole por el telefonillo cuando lo vemos venir corriendo.

- Ya está, le gané, por un punto -explica satisfecho.

Juntos, decidimos visitar a mi tía Beatriz, dos calles más abajo, sólo para saludar, pero acabamos sentados en el salón, esperando a mi prima María José y a su hijo, con algún que otro chiste, hasta que hace su entrada el pequeño Guillermo.
Entonces mis guantes se transforman en una pelota y la pasamos de mano en mano haciéndolo rabiar, como en un corro. Está tan nervioso que le va a dar algo.
Yo podría seguir jugando, pero el reloj no espera y tenemos que volver a casa. Aún queda hora y media de viaje y las despedidas, como temía, harán más difícil el irse.
Comienza el desfile de besos y abrazos. Volved pronto, que os vaya bien, tened cuidado en la carretera...
Cuando arranca el coche, ya estamos agotados y aún así he de reconocer que es una pena que el día no tenga 48 horas.

viernes, 5 de febrero de 2010

Días de lluvia


El día está tan gris que parece de noche. Poco a poco se van encendiendo las luces en las casas. Nadie quiere salir. Da la impresión de que el mundo se paraliza cuando llueve.
A mi lado desfilan multitud de paraguas. Surgen como setas en la humedad. De todos los colores, de todas las formas.
Yo he desistido, hace demasiado viento y me cubro con mi humilde capucha. Soy como un monje benedictino. "Ora et labora, ora et labora".
Sin planteármelo demasiado, me sumo a la corriente que busca el cobijo de los edificios, caminando en fila india al lado de los portales y sin usar el resto de la acera, como si tuviéramos que pagar condena por algo. Cuando me cae encima un varillazo inoportuno pienso que realmente es así.
Me dirijo a la parada del bus, buscando la protección de la marquesina, pero aquello está más lleno que el Corte Inglés en rebajas.

- Señoras, si hacen un pequeño esfuerzo por arremolinarse, cabemos todos -explica un hombre hincando espalda y culo en un grupo de pobres mujeres.

- ¡Y si usted no se mete, estaremos mejor! -farfulla una indignada.

Viéndolos luchar desde lejos, tan sumamente apretados, me recuerdan a uno de esos llaveros hechos de cordones, amalgamados en una pelota perfecta.
Y la bola se mueve, a la izquierda... a la derecha... izquierda... derecha... según de donde provenga el empujón.
"¿Realmente es necesario?", pienso mientras levanto la ceja. Entonces se me ocurre sacar la mano del bolsillo y dejar que las gotas toquen mi piel. "No, no es lluvia ácida", compruebo, aunque por un instante empezaba a dudarlo.
De repente, un coche me salpica la realidad a la cara. "Está bien, ahora ya no lo dudo".

Poco después aparece el 2, y las señoras, con hombre incluido, se desplazan en conjunto, apretujándose para entrar por la puerta. En la operación, consiguen deformarse como si fueran agua.
Qué grande era Bruce Lee, tanta sabiduría en tan pocas palabras. Me pregunto si llegaría a esa conclusión también en una parada de bus.



Después de un infierno de tarjetas especiales que no van en el lector y algunos céntimos perdidos, consigo acceder a... al tupperware en el que me veo embutida.
Casi no puedo respirar. Era mejor que me uniera a la pelota de antes, por lo menos ya iría entrenada. Santo Dios, ni veo por dónde vamos. Las ventanillas son como nubes blancas de vapor condensado.

- Hija -me dice una anciana que asoma la cabeza por debajo de mis brazos- Se te ha caído el bolso.
- Sí, ya lo sé. Lo tengo a mis pies -contesto sin girar la cara.
- ¿Y por qué no lo coges? -pregunta curiosa.
- ¡Porque no puedo agacharme!
- ¡Pero se te va a mojar, que el suelo está empapado!
- Señora, en este momento es lo que menos me preocupa ahora.

Ññññiiiiiiiiiiii!!! El autobús frena de repente y la mole de pasajeros se desplaza a la deriva. Inevitablemente me precipito sobre un carrito de bebé, con un niño sonriente. Temiendo lo peor, hago lo posible por sortearlo y me clavo la empuñadura del cochecito en el riñón izquierdo. Medio segundo más tarde, la señora cae sobre mí con todo el peso de la ley. Pierdo las costillas.

- ¡Ay, lo siento hija! Es que estos hombres son como animales al volante.
- No, si no se preocupe ¿Está bien?
"¿Cómo puedo ser tan hipócrita?"
- Sí, pobre, me amparaste el golpe.
"Dígaselo a mi cuerpo dolorido"
- Ya... ya me di cuenta.
- Pero mira, te he cogido el bolso.
- Oh, qué amable.
- Ahora ya no se moja -me dice satisfecha por su buena acción, mientras baja de un saltito en Linares Rivas.

Por fortuna, el bus se va vaciando a medida que avanza y recupero la compostura. Cuando llego a mi destino ya soy una persona nueva, pero el cielo no se apiada de mí y esta vez empieza a arreciar.
Corro buscando el primer sitio donde meterme. Cada vez cae con más intensidad. Acabo en el porche de un teatro. Hay más gente a mi alrededor, pero esta vez también hay más espacio.

- ¡Dios mío, es impresionante. En un momento la que se ha liado! -comenta un desconocido.
- ¡Mira mamá, llueve mucho! -dice un pequeñuelo asombrado.

La verdad es que sí, parece una tormenta tropical e impone ver los ríos que se forman en las aceras. La naturaleza se queja y rompe sin vacilar la monotonía de los viandantes. "Estoy aquí", dictamina, "y vuestra vida depende de mi capricho".
¡Brrrroummmmm!, suenan los bramidos de los truenos, detrás de un relámpago.
¡Badabrrroummmmmm...!, aún más fuerte.
Nadie habla, sólo escuchamos, sobrecogidos.
Tenía que ser desde un teatro. Realmente era un espectáculo.

Al poco, el temporal empieza a amainar y los calderos de agua se convierten en el último hilo de gotas de alguna botella. Clip-clop... ¡clap! Clip-clop... ¡clap!
Un aventurero extiende la mano:

- Parece que está parando -advierte.
- Sí -le corrobora una mujer- Creo que ya podemos salir.

Y la avenida vuelve a llenarse de extraños.
Yo también salgo de mi escondrijo, quitándome el abrigo completamente calado.

- ¡Bah! ¡Qué diablos! El agua es buena -sonrío- Hace crecer a las plantas -me digo mientras me deslizo calle abajo, resbalando entre los charcos.

Cuando llegué a casa, medía tres centímetros más

martes, 2 de febrero de 2010

Una oportunidad


El pasado viernes me tuve que levantar a las seis de la mañana para llegar a tiempo a una entrevista de trabajo en otra ciudad. Sabía que no reunía los requisitos para que me eligieran, porque era un concurso de méritos, estaba de quinta en la lista y no tenía el apellido adecuado, pero hoy en día, cuando te llaman por motivos laborales, es como si te tocara la lotería. Me faltó poco para descorchar el champán.

De hecho, pronto se convirtió en el acontecimiento de la semana y ya estaba imaginando el despacho, un jefe macabro, el ordenador bloqueado y miles de papelorios rodeándome con instintos asesinos, mientras me inyectaba cafeína en vena para sobrevivir.
¡Mi sueño hecho realidad!
Tenía que estar allí, por lo menos, para que me conocieran. Quién sabe, igual les caía simpática y me hacían un contrato por obra, algo parecido a un accésit a la entrevista más original. Así que, aunque nunca fui un gallo cantarín, el día D, a la hora H, me vi obligada a tirarme literalmente de la cama, con el fin de alcanzar rodando el baño y vestirme al mismo tiempo en dos maniobras (Mis agradecimientos a Geli por revelarme esta técnica tan eficaz. Prometo transmitir sus secretos de generación en generación).

Tras el susto inicial del espejo, di comienzo a la metamorfosis del gusano a la mariposa. Qué difícil es ponerse las lentillas cuando casi no abres los ojos. Y más aún, el rímel, cuando tienes las lentillas -¡Hostia, qué dolor!
Cuando logré un resultado aceptable, miré el reloj.

- ¡Mierda! ¡Ya son las siete!

Tenía cinco minutos para desayunar, calzarme y salir por patas, así que pulsé el avance rápido de mi mando a distancia (Esto sólo lo pueden hacer los elegidos) y cogí el ascensor. Sorprendentemente, olía a pino y a fragancias del bosque, entonces me di cuenta de que el suelo estaba mojado.
Cuando llegué al portal, me encontré con el mismo panorama y siguiendo el rastro húmedo, salí a la calle.
No había ni un alma. Reinaba el silencio de la noche y no pude evitar hacer comparaciones mentales con Madrid.

- (Piiiiiii, piiiiiiii) ¡Mueve el culo, cabrón! ¡Voy a llamar a tu madre para que empuje tu puto coche de mierda! -Mientras una cola interminable de vehículos se perdía en el horizonte.

Brrrrrr... Cómo me alegré de ser de provincias.
Tras cinco segundos de alabanzas personales al frío polar y preguntándome por qué me torturaba así, detecté movimiento humano unos portales más abajo.
Eran dos personas, de unos cincuenta y tantos, carretaban cubos y fregonas sin mayor protección que sus mandiles y sus espaldas encorbadas.
Pensé en frotarme los ojos, pero era real. De hecho, enseguida reconocí las siluetas de mis vecinos, un matrimonio que trabaja limpiando el portal y las escaleras de mi edificio (de ocho pisos).
Pero claro, eso no es suficiente para ganarse la vida, así que tienen que levantarse a las cinco de la mañana para poder hacerlo también en otros sitios y acabar antes de las doce. Después se ocupan de su propia casa y de sus tres hijos, que van a comer con ellos, pese a que algunos ya no viven allí, y a las cinco de la tarde van a nadar a la piscina, para sanear los estragos de la jornada en sus cuerpos.

Me quedé pegada al suelo. No por el Don Limpio, que no deja huellas, sino porque yo misma sería incapaz de seguir ese ritmo, todos los días y a esa edad.
Y siempre tienen una palabra amable, un buenos días, un chiste o alguna anécdota que contar. "¿Qué tal está fulanito, se recupera?", te dicen preocupados.
Aún recuerdo cuando se nos estropeó una tubería y lo inundó todo, allí estaban ellos, para echar una mano. Y si necesitas una escalera o que te indiquen para aparcar el coche, pues también. Lo que haga falta. Sin quejas.
...
Suspiro mientras los veo carretando su armamento por la acera.
...
Me sentí egoísta y pija también, tan arreglada, maldiciendo el tener que madrugar tanto para conseguir un empleo sentada en una oficina, mientras esas dos personas se dejan la piel para que los suyos tengan oportunidades como la mía.
Se me pasaron los nervios, salieron con el vaho de la respiración.
Por mis huevos que iba a bordar esa entrevista, con punto de cruz.