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viernes, 25 de mayo de 2012

Los bizcochos rebeldes o cómo mi madre me enseña lo que es la perseverancia

La filosofía asiática se compone de pequeños proverbios que con pocas palabras dicen muchas cosas. Está llena de metáforas basadas en elementos de la naturaleza o de la vida diaria de los que siempre se extrae una enseñanza aplicable a cualquier otro campo.

Yo, como ellos, también saco mis propias conclusiones de los pequeños detalles que componen mi día a día.
Por ejemplo, hace unas semanas, se me dio por probar a hacer bizcochitos de yogur.
La receta era muy sencilla, solamente había que mezclar los ingredientes, ponerlos en el molde, calentar el horno y dejarlos 20 minutos.

Cuando todo estaba como debía, me retiré a la sala y esperé.
Coincidió que mis padres habían salido a dar un paseo y llegaron al poco rato.

- Aquí huele a quemado -dijo mi padre nada más abrir la puerta.
- No puede ser -le contesté saliendo rauda y veloz de la sala- Sólo han pasado 15 minutos.
- Dirás lo que quieras, pero ahí se está quemando algo...

Mi madre fue la primera en entrar en la cocina.

- ¡¡Uff, Laura, abre la ventana!!

Un humo blanco y espeso salía con fuerza del horno como si fueran las calderas del infierno.

- ¡Dios, lo sabía -cof, cof- sabía que este horno estaba mal -cof, cof- te lo pregunté y me dijiste que no habría problema! -dije agitando los brazos.
- ¡Algo harías mal! -dijo mi padre.
- ¡Yo seguí la receta!
- ¡Pero el horno está al máximo! -siguió acusador.
- ¡Había que ponerlo así!
- No, Jose, este horno está mal, acumula el calor y no se mantiene a la temperatura fijada -dijo mi madre.

Cuando la nube blanca salió por la ventana, no sin ayuda de unos cuantos trapos de cocina balanceados al estilo indio, sacamos de allí los bizcochitos. Este fue el resultado:


- ¡Claro, quemados! ¡¿Cómo iban a estar?! -soltó mi padre mientras yo terminaba de fregar los cacharros- ¡No puedes poner el horno a esa temperatura...! ¿Qué esperabas?
- ¡¡ Pues la próxima vez los haces tú!! -le espeté antes de salir de la cocina.
- ¡Haya calma...! -medió mi madre.

Pero yo ya estaba en mi habitación en otros asuntos, cagándome en el horno de las narices y cabreada con mi padre, el hombre perfecto que todo lo sabe hacer cuando las cosas ya están hechas. Estaba claro que en aquella cocina no se podía trabajar.

Al cabo de media hora volví (ya más relajada) y vi a mi madre mirando fijamente la causa de mis males.

- ¿Qué haces? -le pregunté.
- Aproveché el resto de la mezcla que sobró y lo puse en un molde alargado.
- ¡Pero se te va a quemar. No merece la pena!
- Pues de momento tiene buena pinta...

Sí, aquel bizcocho estaba subiendo armoniosamente y tenía buen color...

-¿Sabes qué pasa? Que necesita menos tiempo del que pone en la receta porque este horno se calienta demasiado rápido y hay que vigilarlo... Mira, vamos a sacarlo ya. Lleva ocho minutos, nada más.


Estaba muy bien y sabía mejor. Me quedé como una idiota, pero no por eso, sino porque yo ya había tirado la toalla y lo había dejado por imposible y ella, sin embargo, lo volvió a intentar, justo después, en vez de hacer otra cosa.

Y aquí viene mi proverbio: "El buen pastelero es el que quema el bizcocho y aprende a hacerlo"

Aprovechando la metáfora, diré que eso es lo que diferencia a a las personas luchadoras de las que no lo son. Aceptan el fracaso como una forma de aprendizaje y siguen insistiendo, probando nuevas alternativas sin perder la calma. Digan lo que digan los demás.

Y entonces, entró mi padre en la cocina:

- Qué, ¡qué buena pinta tiene eso!, ¿eh? Tuvo que venir tu madre para arreglar las cosas...

Repito: digan lo que digan los demás.

Así que al día siguiente volví a enchufar la batidora, preparé de nuevo los moldes y esta vez no calenté el horno, me quedé mirando hasta ver cómo subían...


"El aprendizaje es un tesoro que seguirá a su dueño a todas partes"
Este no es mío, este es chino de verdad.